Efrén D. Falcón
Históricamente, nuestro país ha sido el perro más flaco al que se le pegan las pulgas. Lo que duele es que no se vislumbra que el estado de indignidad, corrupción, postración y empobrecimiento que nos identifica, pueda tornarse en algo diferente en un futuro cercano. Obviamente, la única respuesta que una persona decente puede dar, pasa estrictamente por el cambio personal --para poder predicar con el ejemplo--, y por una labor de hormiga en su restringido entorno social.
La historia, por ahora, nos condena. En los últimos cinco siglos --desde que se perpetró la sangrienta conquista--, hay pocas cosas de las que, como hondureños, podamos sentirnos orgullosos. Morazán, Valle, si acaso Cabañas, si acaso Soto, tal vez Elempira [cuya historia real, lo poco que está documentado, no se enseña en las escuelas], algunos poetas, alguna canción, algún deportista aislado, y como no hay más, el mundial del ’82. Lo del fútbol es deplorable: no hicimos un papelón, como hizo El Salvador en esa misma justa, pero no clasificamos a la siguiente fase; lo que me parece hubiera sido realmente motivo de orgullo; clasificar al mundial era un deber, no un acto heroico, recordemos que fuimos la sede de la ronda final clasificatoria y jugamos siempre de local. Visto fríamente, los resultados del ’82 fueron regulares, pero los hondureños nos conformamos con poco, y la exaltación de lo mediocre se está convirtiendo en cultura.
Desde que hay memoria histórica, solamente un grupo muy reducido ha disfrutado de la prosperidad y de la conveniencia de habitar en un suelo pródigo de recursos, y plagado de una belleza enajenante. Ayer, eran los criollos, hijos de españoles que se apoderaron de todos los recursos del territorio sin resarcir absolutamente nada a sus verdaderos dueños, a quienes, más bien, siempre intentaron esclavizar. Del papel de la Iglesia mejor no acordarse, porque no ha cambiado. Pero la élite local criolla, conservadora por definición, no creció ni se robusteció como sus pariguales de los países vecinos, dado el aislamiento entre las distintas zonas del país, la hegemonía total de Guatemala en el comercio, y la matanza descomunal de indígenas [que pasaron de ser cientos de miles a unos cuantos miles]. Esto creó una barrera que aparentemente los condenó a una mediocridad endémica, de alguna manera heredada por los terratenientes que les siguieron y por la actual clase económica dominante: plagada de una primera generación de hijos de inmigrantes, cuyos padres encontraron un terreno muy fértil, con todo por hacerse, cuando llegaron al país buscando hacer su vida, en la primera mitad del siglo XX. Ni aquellos criollos de la época colonial, ni los empresarios del grupúsculo élite, han manifestado la genuina preocupación social que podría empujarlos a trabajar por mejores condiciones de vida para todos sus compatriotas. La crema y nata del empresariado local se ha dedicado a enriquecerse de una manera voraz: abusando de los valiosos recursos naturales del país; apropiándose, muchas veces, de lo que no les pertenece; manipulando las leyes, mediante la compra de políticos; y en general, creciendo desmesuradamente mientras el grueso de la población ve cada vez más minadas sus oportunidades de una vida digna. El engaño al que los dueños de medios de comunicación y los políticos han sometido a la población, la entrega del país a la voluntad de una potencia extranjera --que al mismo tiempo es el verdadero usufructuario y propietario de nuestro ejército--, y el empobrecimiento de las mayorías son arbitrariedades y atropellos cuyas consecuencias últimas están aún por verse. Y por más que tengamos una mentalidad conformista y mediocre, todo tiene un límite. Negar esto, obviarlo, y seguir por el mismo rumbo, llevará al país a una ingobernabilidad y a un caos sin precedentes. La estrategia para aliviar la presión social, que consiste en seguir mintiendo y regalar migajas a la pobrería, con programas creados como paliativos, y no como parte de una solución integral, no podrán en el mediano plazo --corto plazo quizás-- evitar la descomposición del sistema.
Si la clase dominante no abandona sus posiciones radicales y su delirio de creerse dueños del país, con el beneficio paralelo de hacer lo que se les viene en gana, solo seguirán sembrando las semillas de la anarquía, y desgraciadamente, las consecuencias son impredecibles. Después de lo ocurrido el año pasado, a mi juicio, un error de cálculo monumental, todo lo que se quiera hacer a espaldas del pueblo, y por medio de más engaños, solamente impulsará y acelerará eventos que, de una forma u otra, conducirán al cambio. Puede tomar unos cuantos meses, o puede tomar años, pero las cosas no pueden seguir como están.
Por otro lado, los líderes visibles de la resistencia, que saltó a la palestra a partir del golpe de Estado, no están preparados para asumir la responsabilidad histórica de gobernar este país. Si por una infamia de la historia accedieran al poder, las consecuencias serían tan funestas como mantener el actual statu quo. Lo deplorable, es que no hay líderes verdaderos representando a las organizaciones políticas. El único líder innegable, actualmente deshabilitado para la carrera presidencial, es el ex presidente Zelaya. Y mantener a Zelaya Rosales en el exilio es un arma de doble filo, que seguramente terminará cortando a los que la esgrimen. Si la clase dominante no acepta la realidad, e insiste torpemente en imponer su voluntad a rajatabla, enfrentará situaciones que escaparán de su control. No deben siquiera intentar apoderarse, manipular o controlar la “constituyente” que está exigiendo el pueblo [aunque probablemente lo hagan, o al menos lo intenten]; deben buscar la manera de garantizar un juicio justo a Zelaya Rosales, por los actos de corrupción que se le achacan, y si delinquió, que pague la pena correspondiente, en su país. El delito por el cual se emitió una orden judicial en su contra fue la desobediencia a la orden de un juez en el asunto de la 4ta urna, que visto detenidamente, no es un delito mayor, todo lo demás son suposiciones. El problema es que ni la Corte Suprema de Justicia, ni el Ministerio Público, pueden garantizar un proceso justo en este caso, y eso es grave, gravísimo, para todo el sistema.
Ustedes tienen la palabra caballeros. Aceptar la realidad y actuar en consecuencia, con visión de futuro, es la única salida. La empresa privada es imprescindible, pero lo único que traerá la paz y el crecimiento general es la equidad, la justicia y el trabajo arduo. Entre tanto, yo me apresto a ir con la oligarquía más rancia, y su corte, a brindar honores a uno de los más grandes delincuentes que ha visto esta patria, ojalá que no llueva. «La verdad siempre encuentra un camino para manifestarse». Amén.
Fuente: Vos el soberano
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