Efrén D. Falcón
Hay mucho que elaborar ante la pregunta ¿qué es lo quieren los hondureños?, si bien, la respuesta acertada probablemente contenga elementos universales que compartimos con el resto de la humanidad. Obviamente, para los países cuya mayoría de habitantes son pobres, las prioridades podrían ser un tanto diferentes que para las personas que viven en sociedades más civilizadas y menos excluyentes donde la educación completa, la disponibilidad eficiente de un sistema de salud organizado, el acceso a la cultura, la participación ciudadana en decisiones que atañen a la generalidad, el respeto de las leyes y la posibilidad de un salario que permita cubrir lo indispensable —y un poco más— como contraparte a un trabajo digno son parte de la vida diaria. Pero al final, los seres humanos aspiramos a la felicidad, a la satisfacción personal, a la paz, a la seguridad, a alcanzar metas, a contribuir con la sociedad —local o global— a que pertenecemos.
En Honduras, como en muchos países del mundo, aquello que establece nuestra Constitución vigente en su Art. 1 no es más que una utopía [Honduras es un Estado de derecho, soberano, constituido como república libre, democrática e independiente para asegurar a sus habitantes el goce de la justicia, la libertad, la cultura y el bienestar económico y social.], y convierte a la totalidad de nuestra ley fundamental en papel mojado —aunque no por ello inútil—, pues nuestra sociedad siempre ha estado a una distancia muy grande de alcanzar los estadios de bienestar que se establecieron como fin primordial de la conformación del Estado hondureño.
Visto desde el interior, una de las desgracias más grandes de nuestra sociedad, es que, en general, las personas que gozan de un relativo bienestar económico y social, que han tenido acceso a la educación superior y que se las arreglan bien para procurarse salud —una gran parte de clase media, que no es mayoría en el país—, carecen de cultura política y desconocen a profundidad la deuda social que su posición implica. Nuestra clase media, de la cual soy parte, vive soñando con escalar social y económicamente, y pone todo su empeño en esa meta, que no es condenable, pero que debería ser parte implícita de su buen hacer, y nunca un simple plan la vida. Consecuentemente, personas honestas, capaces, preparadas y pensantes crecen en una burbuja que no les permite ver claramente la realidad de la cual son parte, y les es muy difícil entender la verdadera relación entre el bienestar general y un futuro promisorio para ellos y sus descendientes. Lo único que parece afectarlos es la inseguridad: el crimen común y organizado, pero casi se las arreglan para convivir con ello, al comprar una porción de seguridad, pero sin comprender en el fondo cuál es la manera de resolver ese síntoma de descomposición social. Esta clase media “exitosa” sortea más o menos bien los vaivenes de una economía pordiosera, desequilibrada y excluyente, debido a sus relaciones directas e indirectas con los intocables círculos del poder económico-político. Empero, pocos se dan cuenta, que lo que reciben del sistema son migajas, a cambio de su profesionalismo, su entrega, su fidelidad y su ceguera.
Ahora, en el ámbito político la cosa es más caótica, porque no existe la ética, no hay moral, y mucho menos honor. En sus esferas bajas e intermedias la política se convirtió en una carrera de mediocres ambiciosos dispuestos a todo para llegar lo más alto posible, mientras la cúpula política se confunde y se funde con un empresariado burdo que no ha aprendido a medir las consecuencias de sus actos. Se maneja con hipocresía y cinismo la pobreza y la necesidad; se hace gala de una conciencia social superflua —que citan a discreción y sin mesura— pero que se guardan en el bolso Prada o en la cartera Armani cuando no están hablando en público para citar cifras como si ellos hubieran descubierto la indigencia.
Si escaneamos la situación actual, nos encontramos con una coyuntura gigantesca e histórica: un golpe de Estado, condenado por el mundo entero, que acelera el surgimiento de un movimiento social cuya extensión no tiene parangón en la historia nacional. A ese fenómeno se le llama Resistencia: resistencia contra el golpe de Estado, y contra un sinfín de irregularidades harto conocidas. En pocas palabras, resistencia contra el actual orden económico-político y social. Vientos cada vez más recios de cambio.
La misma coyuntura, por múltiples razones, arrojó a la historia política hondureña un líder cuya dimensión improbable está íntimamente ligada con el tamaño de la afrenta que el sector conservador-radical infringió al pueblo con la ruptura constitucional y la degradación total de las instituciones de derecho, dolorosamente anegadas con la sangre de la violación continúa e imperante de los derechos humanos de la ciudadanía.
Mientras tal líder no reciba el tratamiento que le corresponde, como ex Presidente y como ciudadano, y un cambio cualitativo en la institucionalidad —aún regida por los perpetradores del “golpe”— no garantice un proceso transparente, apegado al espíritu del derecho y justo, el país no podrá emprender un verdadero camino de reconciliación y unidad. Si tal ciudadano es culpable de los crímenes que se le imputan, después de un proceso correcto, deberás cumplir la condena que la sociedad imponga; de lo contrario, debe garantizarse la seguridad personal que le permita atender el llamado de esa misma sociedad, sin transgredir la ley vigente.
Por otro lado, las personas que intentan dar dirección a ese fenómeno de masas que desató la coyuntura del 28 de junio son meramente circunstanciales, y debemos valorar su labor, su trayectoria y su disposición para contribuir a consolidar la Resistencia, pero debemos asumir que existe una verdadera ausencia de liderazgo, porque a esta fecha, exactamente después de un año, ninguno de ellos —ni otros que se han acercado— parece estar en posición de tomar el sitial de un gran elector.
Es urgente entender que la radicalización y la exclusión son vicios políticos, y no pueden ser parte de esta nueva historia. El oportunismo, la mezquindad y el pensamiento caudillista deben desaparecer. Figurar no lleva a ninguna parte si nuestra participación se vuelve un escollo y no una escalera para el cambio. Las metas y los propósitos deben tener una lógica consecuente con la realidad. Debemos entender que para estructurar un cambio profundo en las leyes del país se debe tener control del proceso, y no podemos participar en él como una minoría, siendo una mayoría [que es el panorama que actualmente parece ir conformándose]. Y no podemos tener control sin obtenerlo antes en las urnas.
Lo sensato es participar de lleno, con la fuerza de una mayoría que se manifiesta inobjetable, en los próximos procesos electorales; y de esa manera tomar la cuota de poder que verdaderamente corresponde. En esencia, la Resistencia es un frente amplio heterogéneo, y como tal debe mantenerse. Pero participar para triunfar significa prepararse: planificar, organizar, trabajar en orden y tomar decisiones a tiempo, previo cuidadoso análisis. Se requiere enfoque. Priorización certera. Lo primero es lo primero, que lo que sigue vendrá por añadidura. Si priorizamos erróneamente, se repetirá la historia de noviembre de 2009, cuando se consideró que lo más sensato era retirarse de las elecciones, aun siendo mayoría; ante la falta de preparación previa y otras consideraciones objetables que no vale la pena discutir aquí. El tiempo es corto —muy corto— y parece que no entendemos que en circunstancias normales, nada bueno se puede lograr por arte de magia o por la vía de la improvisación.
Por supuesto, escoger entre las huestes de la Resistencia a los representantes del cambio deberá ser una labor de cuidado quirúrgico: ni oportunistas, ni ambiciosos amorales, ni personas de dudosa reputación; necesitamos representantes serios, preparados, comprometidos con el objetivo de brindar a todos sus conciudadanos “… el goce de la justicia, la libertad, la cultura y el bienestar económico y social.” Las fuerzas que se oponen al cambio, son poderosas y están bien asesoradas y organizadas, recordemos que la geopolítica juega un papel preponderante en nuestra realidad, y solo una estrategia sólida e inteligente nos permitirá lograr el objetivo final: una nueva Honduras. «Los que queremos el cambio somos cada día más, pero es necesario encontrar representantes que estén a la altura de este momento histórico, para que no se repita la historia.» Amén.