Por María Laura Carpinet
El discurso de la dictadura hondureña es casi calcado al de los años ’70. La amenaza comunista, por un lado, y la burocracia parasitaria, por otro, habían tomado de rehén al Estado y era necesario salvar las instituciones como fuere.
La dictadura hondureña no viste de fajina ni esconde las urnas, pero no es tan distinta de sus antecesoras latinoamericanas de los años ’70. “Estamos viviendo algo similar a lo que vivió la Argentina en 1976, especialmente, en lo económico”, advirtió del otro lado del teléfono Nelson Avila, uno de los principales asesores económicos del presidente Manuel Zelaya, antes del golpe de junio pasado. Es cierto que el pequeño país centroamericano nunca alcanzó un nivel de desarrollo industrial o de distribución de la riqueza como la Argentina en los ’60, pero sí había dado algunos pasos hacia una mayor justicia social con el gobierno de Zelaya. Eso se terminó. El próximo presidente Porfirio Lobo, electo al amparo de los militares y los golpistas, ya está haciendo números para adelgazar al gigante público. “Hay que volver a estabilizar las finanzas públicas, racionalizar el gasto público”, adelantó a este diario César Cáceres, un hombre que trabajó en la campaña de Lobo y ahora participa de la Comisión de Transición.
El discurso de la dictadura hondureña es casi calcado del de los años ’70. La amenaza comunista, por un lado, y la burocracia parasitaria, por otro, habían tomado de rehén al Estado y era necesario salvar las instituciones como fuere. Pero ni Zelaya era un comunista ni la dictadura acabó con los parásitos que se alimentan de los ingresos del Estado. Después de casi seis meses en el poder, el presidente de facto Roberto Micheletti autorizó un endeudamiento interno de cerca de 200 millones dólares y, según los cálculos de los zelayistas, echó mano a 500 millones de dólares de las reservas depositadas en el exterior.
No dijo para qué era ni cuánto gastó, pero se puede suponer que no irá a engrosar el gasto social. Educación y salud fueron los primeros sectores que sufrieron un recorte en el presupuesto anual aprobado por la dictadura. “Cortaron los programas de emergencia en los hospitales, por ejemplo la prevención y atención de enfermedades como el mal de Chagas, el dengue y el SIDA. En cuanto a educación, nos suspendieron los programas para jóvenes indígenas que estaban funcionando en las zonas rurales”, explicó la líder de la Resistencia contra el golpe, Berta Cáceres, durante su reciente paso por Buenos Aires.
Las zonas rurales fueron las más afectadas por el golpe de timón que dio Micheletti después del golpe. La dictadura expulsó del país a los más de 130 voluntarios cubanos del programa educativo Yo Sí Puedo, por el que habían pasado unos cien mil hondureños –una cifra nada despreciable en una población de poco más de siete millones de habitantes–. Además congeló todos los proyectos de infraestructura y las entregas de tractores e insumos para la agricultura, financiados por los planes de cooperación del ALBA, el bloque regional fundado por Hugo Chávez, Fidel Castro y Evo Morales.
Esta semana el gobierno de facto de Micheletti anunció que se retirará del ALBA, una alianza que Zelaya había sellado hace apenas un año. La figura de Chávez es para los golpistas el elemento más irritante de todos, incluso más que el propio Zelaya. Sin embargo, el odio de Micheletti no es tan visceral como él dice. La dictadura hondureña no quiere salirse de Petrocaribe, la alianza energética liderada por Chávez, que no sólo ofrece crudo más barato, sino a pagar a mediano plazo y a un interés de sólo el uno por ciento. Los créditos del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo, que ya está reclamando el establishment golpista, imponen un interés de entre el cinco y seis por ciento anual.
El gobierno de Lobo, que asume el próximo 27 de enero, tendrá una línea económica muy parecida a la de Micheletti. Reducir el gasto social, privatizar las grandes obras de infraestructura y achicar la planilla de empleados estatales. “Ninguna conquista social que se haya conseguido con el presidente Zelaya, como el aumento del salario mínimo, se va a cortar, pero el Estado no puede ser el mayor empleador del país”, explicó César Cáceres, un hombre que seguramente ocupará un lugar importante en el próximo gobierno.
Cáceres recordó, con algo de nostalgia, que durante el gobierno anterior de Zelaya, el ex presidente Ricardo Maduro había logrado reducir del 11 al 9 por ciento del PBI el gasto dirigido a salud y educación. Durante los tres años y medios de Zelaya se recuperó y aumentó hasta un poco más del 14 por ciento del PBI. “Los docentes y los médicos se convirtieron en una clase privilegiada”, se quejó Cáceres.
Tan privilegiados resultaron que fueron ellos quienes pusieron el cuerpo a las balas y las bombas lacrimógenas durante estos casi seis meses de dictadura. “Son el sector más fuerte y con mayor capacidad de movilización dentro de la resistencia y lo demostraron. Lobo no se va a animar a hacer recortes, al menos no en su primer año”, se animó a pronosticar Avila, el asesor económico zelayista.
Pero de que habrá recortes ya nadie duda en Tegucigalpa. Los técnicos que rodean a Lobo hablan de sistematizar procesos, recortar la masa salarial del Estado y compartir el peso de la inversión pública con los inversores privados. “Los salarios no se van a tocar, jamás; pero posiblemente toquemos la estructura del gobierno. Necesitamos un gobierno más eficiente. Ya lo hicimos en el gobierno de Maduro y ahora vamos a retomar ese camino”, señaló Cáceres.
El 28 de junio los militares dieron un golpe correctivo para recuperar el rumbo político y económico, que había hecho de Honduras uno de los países más pobres, violentos e injustos del continente.
Fuente: Página 12
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