Aquí se vive un gran hastío, el asombro no tiene cabida, es más: es prohibido asombrarse; aquí te diseñan la vida como una lápida, como un túnel sin salida y vuelves a lo mismo, a transitar por los mismos caminos, a los mismos cantos de sirena de ayer y de anteayer. Aquí el tiempo se detuvo en el rostro acerado del sicario. Aburre el olor a muerte, se sienten sus pasos de plomo en el asfalto. La palabra se apolilla en el petrificado momento de los aullidos. Aquí el espanto se adhiere a la piel como los guijarros a la soledad de los caminos. El viento se detiene en la palmada cansina del cinismo, en el hierático vaivén de las mordeduras. Nada se mueve en la casa del bandido más que el puñal que ayer nomás perforaba la resistencia de los claveles. Pesan esas heridas, duelen sus espasmos. Aquí se vive en la infinita tristeza de un desierto, en la prédica de arena de un pastor que carcome diezmos. Cruje la iglesia como un viejo galeón en las manos de un Cardenal y en los campanarios las golondrinas abandonaron el repique de las campanas. Es un hastió que apesta a poltrona presidencial; es decir, a estercolero de establo. Aquí se detuvo la sal en las heridas y el canto pereció en el ruido de una bala perdida. Asqueada, entonces, yace la vida en el péndulo de un fusil…Pero ya vendrá la primavera con sus pinceles entrelazados a pintar de verde al jícaro de la esperanza. Ya vendrá.
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