Julio Escoto
Quizás atraiga la ira de las fuerzas contendoras, pero debo declarar con honestidad -como hice cuando fui pionero en alabar la propuesta para una cuarta urna- que la titulada Comisión de la Verdad ni me causa enojo ni demanda cuidado, que no le tengo miedo y que ojalá finalice sus acciones pronto para arribar a alguna forma de condensación histórica en torno a la etapa que vivimos. Sus conclusiones -que serán más que una- tendrán que llegar documentadas más allá de criterios subjetivistas y por ende sujetas a aprobación o rechazo, pues contamos en el país con suficiente inteligencia como para refutar mentiras y avalar verdades. Denigrarla temprano es inmaduro: quienes la componen registran en conjunto una impresionante currícula académica y profesional y a su cabeza directora, Eduardo Stein, si bien ha sido politicastro también es real que lo acompaña sombra limpia (excepto si se le pregunta a un guatemalteco, obvio). El lunar desdibujado del grupo es el rector Omar Casco, no por malandanzas particulares que le conozca, sino por su íntima relación con los delincuentes gestores del golpe de Estado.
Tampoco hay que ensayar zambullidas en la ilusión ya que es seguro que el citado ente jamás consiga su más proclamado objetivo, el de la reconciliación nacional, peor si acepta la imposición honduro-norteamericana de ocultar por diez años "información estratégica". Ese bozal bastaría para renunciar a ser miembro de ella, pues vicia cualquier validez de sus conclusiones. Y así, minutos tras que anuncie su balanceado "veredicto" la polémica arreciará como herida abierta, contenida pus, y el debate revivirá, solo que ya ahora con ciertas primarias "verdades" sentenciadas por la Comisión y que, quiérase o no, operarán cual estelas o fundamentos en que se apoyarán los opositores.
Ese es su exclusivo papel: proyectar algún hilo de luz sobre el oscuro magma lodoso de la confusión que han pretendido oficializar (e "historizar") los culpables del quiebre constitucional. La paz interna no será, en consecuencia, fruto de sus palabras sino del dominio hegemónico que una de las dos energías que hoy batallan en el escenario patrio -y que son el progresismo y la reacción- imponga sobre la otra. Pues a diferencia de previas experiencias sociales, cuando la discordancia se disolvía al cabo de meses o años entre las partes, y cuando el odio partidista liberal o cachureco era el motivo para dividir a los ciudadanos, al presente, cosa que el golpe vino a develar, lo que se exhibe es un insondable abismo de clase entre quienes poseen nada y quienes usufructúan todo del Estado. Nunca se había visto a estos bandos en desarmonía tan claramente definidos y atrincherados.
Así es que podrán inventar muchas comisiones de la verdad pero el problema no reside allí. El presidente Lobo aceptó integrar esta por desesperación, no porque le importe el Acuerdo de San José. Como cité en previa nota, le falló a la comunidad internacional y particularmente a la joven vanidad política de la secretaria Clinton, acabada de nombrar, y que hubiera hecho de la restitución de Zelaya (por 30 vanos días) medalla inaugural. Hoy los engañados países demandan que desmonte en absoluto y sin reserva a la fauna golpista inserta en su gobierno o no hay relación alguna y menos recursos para el desarrollo. Limpieza que le conviene emprender urgentemente no solo a Lobo sino al país, así como al Partido Nacional, que se aproxima solitario a medio año de gobierno sin éxito ni concreción política, sin logro económico ni ejercicio real del poder. (Para financiarse bien haría en recabar de las cámaras de comercio el capital que ofrecieron para sostener al país si era bloqueado por seis meses).
Noticias interesantes, pues, del frente, pero lo mejor es que la historia empieza ya a delimitar, con claridad, el campo de los ganadores y de los perdedores.
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