Efrén D. Falcón
“Es muy importante saber quiénes somos, si queremos alguna vez ser mejores”
Como hondureño, es duro aceptar ciertas cosas. Los que han tenido la curiosidad de leer un poco sobre la historia de nuestro país, saben que es un recorrido sinuoso y triste, y que siempre estuvo de la mano de la pobreza y la miseria de la mayoría de sus habitantes. Desde la época colonial, la región bautizada con el degradante nombre de “Honduras” [según el mito, debido al mismo Cristóbal Colón cuando, aliviado después de verle la cara a la muerte, le agradeció a Dios por sacarlo de las honduras tormentosas en que se había metido al navegar frente al Cabo de Gracias a Dios —que según el mismo mito fue bautizado bajo esas mismas circunstancias—; si bien, muchos historiadores sostienen que el nombre probablemente derivó debido a profunda fosa de Bartlett, que está en la ruta de navegación que utilizaban los navíos hispanos para llegar a Honduras] solo ha recibido vituperios, desatenciones y malos nombres de los pocos que por casualidad han fijado sus ojos en nuestra tierra, siempre nos han visto de menos, y hay que aceptarlo, no es por casualidad.
Durante la Colonia, la provincia de Honduras, supeditada a la Capitanía General de Guatemala, era conocida por su pobreza extrema; por la dificultad de los conquistadores para agrupar en comunidades a los indígenas, para dominarlos y explotarlos, porque se esparcían indomables por las montañas; por las dificultades para construir vías de comunicación; y por la supuesta holgazanería, truhanería, beodez y falta de arte de su población. El término de Honduras, era —y es— uno de los más pobres de Latinoamérica, a las autoridades coloniales se les hacía difícil enviar curas [los hubo contados, si se compara con otras regiones] y sostener las administraciones locales. Tanto, que todos los intentos de consolidar una mejoría, chocaban con las condiciones locales imperantes y con la figura de Guatemala, que aprovechaba su hegemonía para explotar a su favor los negocios con las otras provincias. Esa era la Honduras colonial, hundida en sus propias honduras.
Durante la época post-colonial, y hasta las postrimerías del siglo XIX, fue imposible para las élites criollas locales configurar una verdadera nación, con identidad y orgullo nacionales, ya sea por el aislamiento de sus regiones, el egoísmo endémico y la ceguera de los políticos, o la corrupción enquistada en todos los estratos desde los tiempos de la colonia. Para los que no lo saben, el Himno Nacional fue instaurado hasta el año ¡1915!, y la figura del indio Lempira —y su discutida historia— fue embutida en los libros de texto de la historia patria hasta bien entrado el siglo XX. La reforma liberal fue un intentó organizado de convertir a Honduras en una verdadera nación, acorde al correr de los tiempos, pero todo desembocó, en el siglo XX, con la entrega infame del país a compañías extranjeras que vinieron a explotar nuestra riqueza natural y humana, a tal grado que hasta el día de hoy, son las corporaciones y el Departamento de Estado, estadounidenses, quienes verdaderamente rigen en Honduras. Somos un país hermoso y muy rico. José Cecilio del Valle, quizá ingenuamente, lo consideraba con potencial para ser uno de los más poderosos, económicamente, de las américas. Honduras vive lleno de pobreza y rodeado de miseria; hundido en la corrupción hasta la médula; entregado históricamente a países extranjeros [basta recordar que en la década de los 80’s, mientras nuestros vecinos se desangraban internamente, en la búsqueda de un camino mejor, Honduras servía de plataforma —literalmente— para que la política norteamericana impusiera su ley en la región], y no tenemos razones para sentirnos verdaderamente orgullosos de ser hondureños. Francisco Morazán, quizá el hondureño más grande que ha parido esta tierra, prefirió ser enterrado bajo suelo salvadoreño, despreciando a su país, por razones entendibles, si se lee su historia. Ningún hondureño que haya logrado verdadero reconocimiento a nivel internacional, vive en Honduras [solo Roberto Sosa, nos puede callar la boca]. En el arte estamos a la cola [no obstante, brota una constante creatividad en los hondureños]; en los deportes damos pena [clasificar por segunda vez a un mundial, con la riqueza humana y el apoyo que tiene nuestro fútbol, no es una victoria, es un fracaso], y aunque surgen excepciones, son casos aislados fruto del esfuerzo excepcional de una familia o un grupo de personas. Se ha puesto a pensar usted cómo se puede identificar positiva y contundentemente un hondureño en el extranjero. No hay cuerno donde asirse. Lo único que nos ha puesto en el mapa mundial son las tragedias [guerra con El Salvador, Fifí, Mitch, golpe de Estado ‘09], porque ni siquiera nuestros dictadores han tenido el renombre de otros, que sirven como referentes de la ignominia política de la región; y hablando de héroes, aparte de Morazán, no hay uno solo.
En el exterior, ser hondureño tiene un costo que no se puede soslayar. He escuchado a compatriotas en suelo extranjero decir que son centroamericanos, tal vez sin pensarlo, para no pasar la pena de confesarse hondureños [por supuesto, dentro de la penquez de nuestra cultura, otros lo gritan a los cuatro vientos, ajenos a cualquier vergüenza]. Lo cierto es que a mí, me da vergüenza, pero no me avergüenzo, y nunca me negaré hondureño; sé que mi país es una delicia natural incomparable, y sé que muchos de sus buenos hijos merecen un destino mejor, pero es imprescindible ser objetivos y aceptar nuestra realidad. Pasamos de ser la “banana-republic” [nombre verdaderamente degradante] durante gran parte del siglo XX, a “portaviones gringo” en los ´80s y 90´s. Hoy, somos los cavernícolas que resuelven sus diferencias políticas a punta de riata [ejemplo único en las américas], que celebran elecciones con un presidente preso militarmente, y que pisotean todas sus leyes, sin ningún miramiento, para que prevalezca una élite dominante. Los gringos siguen haciendo su santa voluntad. Las riquezas del país andan por todo el mundo, y solo unos pocos locales —“avorazados”— han logrado buen provecho. Soy hondureño, amo a este precioso país, y nunca he permanecido fuera de sus fronteras más allá de un año sin regresar, pero siento una indignación y una impotencia gigantescas ante la iniquidad que salpica toda nuestra historia, ante nuestro valiverguismo empedernido y ante nuestra mediocridad invencible. ¿País paria? Usted tiene la palabra. «Como país, si por nuestros actos nos conocen, estamos fritos. Indalecio Tuna». Amén.
Fuente: Vos el soberano
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