Llegó cargando su saxofón dorado como un cuerno del diablo entre sus manos.
En vez de oficiar misa, bailaba el Cardenal, en un arranque de satanización de uno de las rituales caracterizadores de la cultura hondureña.
La basílica se convirtió, entonces, en un antro de santificación de la perversidad. Allí, junto al Cardenal, aparecieron los pequeños demonios que días antes habían torturado, como en el infierno de Dante, al pueblo hondureño en resistencia.
Trasfigurado en odio purpura, este oficiante de la maldad, llenó de cieno el rostro inmaculado de la Virgen de Suyapa, al bendecir descaradamente, ante su presencia, a las bestias apocalípticas del golpe de Estado.
Nunca antes la feligresía había concurrido a un acto tenebroso, disfrazado de santidad. Allí, anonadados, no daban crédito de la transformación demoníaca de un pastor que otrora aspiró a convertirse en el más alto príncipe de la Iglesia Católica, hoy convertida en refugio de la infamia.
El Cardenal, al fin habló frente al ara sagrada; de su boca comenzó a salir la bazofia que salpicó de lodo purulento el cuerpo de Cristo, convertido en eucaristía. No le importó a este esperpento del demonio, convertir la misa consagrada a la Virgen María, en un culto de aquelarre al servicio de las fuerzas más tenebrosas que, como vampiros infernales, chupan la sangre de los hondureños.
Los himnos y voces que antes nos llamaban a la beatitud, se convirtieron, en boca del infame Cardenal, en alaridos salidos de lo más hondo de todos los infiernos posibles.
Las bestias apocalípticas del golpe de Estado, infiltrados entre la feligresía, henchidos de sangre, elevaron sus pezuñas para regodearse de aquella orgia de mentiras que avalaban sus crímenes.
Atrás, entre el incienso enrarecido por la pestilente presencia del demonio, quedaba la virgencita anhelando que la feligresía le limpiase con agua bendita, la inmundicia que le dejó en su rostro moreno el Cardenal de la infamia.
Fuente: Vos el soberano
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