Oscar Amaya Armijo
Con el primo Manuel compartíamos el mismo origen talangueño, el mismo apellido y los mismos ideales. Alguna vez ambos tuvimos la gracia de aspirar al sacerdocio, pero nos quedamos en el camino; nos atrapó el arte de la escritura que es, también, una forma peculiar de ser oficiantes. Ambos compartimos a otro primo, al padre Ovidio Rodríguez Arguijo, santo de nacimiento. Manuel cargaba en sus haberes el don de la solidaridad absoluta, se entregaba a los demás sin esperar absolutamente nada.
Era casi un niño, impoluto, sin egoísmos, cuando se regalaba a sus hermanos. Lucía unos cabellos acristados y anidaba permanentemente una sonrisa en sus labios, como la de aquellos que nunca conocieron la maldad. Llenaba sus morrales de utopías y bondades, el primo Manuel. Era un hombre bueno, el primo Manuel, tan bueno que tomaba como suyos los niños que le tocaba formar y educar. Nunca le hizo un daño a nadie, el primo Manuel.
Desde muy niño se le metió en el entrecejo que debía de ser partidario de la verdad, por ello se volvió transparente y nunca toleró la injusticia, la que combatió con todo el furor de sus entrañas. En la tarde en que los mastines del terror segaron su vida, se encontraba pastoreando a los muchachos donde laboraba; la única arma que cargaba era su cuerpo y el amor que irradiaba en aquel momento aciago.
El primo Manuel, por Dios, muere justamente cuando otro santo de la revolución centroamericana, cumplía treinta años de haber sido sacrificado por los mismos malvados: San Oscar Arnulfo Romero, obispo del pueblo salvadoreño. El primo Manuel, carajo, era santo terreno, socialista y revolucionario, por ello ahora vive aquí en nuestros corazones y en el otro lado cercano del paraíso.
Fuente: Vos el soberano
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