Honduras es hoy día uno de los países más violentos del mundo, y en este fenómeno concurren el crimen organizado, especialmente el narcotráfico, la pobreza y todo lo relacionado con los desajustes económicos y sociales.
Desde el ángulo político, la inseguridad —junto con el desempleo— son los principales problemas por resolver, pero es evidente la negligencia de las autoridades y de la “clase” política, en general, en cuanto a dedicarles la debida atención y en garantizar la eficiencia en el combate a la criminalidad.
Somos conscientes de que la seguridad pública —sobre todo la interna— es un tema complejo, que exige profesionalización y políticas bien definidas en función de la doctrina. En nuestro país no se aplican estos principios, aunque oficialmente se diga lo contrario.
Por ejemplo, la doctrina actual es la de la seguridad ciudadana, que en el contexto regional se la define como seguridad democrática, pero lo que realmente se aplica es la doctrina de la seguridad nacional, o sea la misma de la década trágica, de los ’80, cuyo propósito es el terrorismo institucional o de Estado.
Esa política ha contribuido a la proliferación de la violencia, por aquello de que la violencia engendra violencia, pero esencialmente porque se niega a la persona como objetivo de la seguridad. Lo que importa es el Estado con el poder coercitivo para controlar y someter al poder de la masa, a la soberanía popular.
Esto significa, en este caso, que el objetivo de la seguridad es eminentemente político y además elitista. Por consiguiente, la finalidad no es el combate de la criminalidad —ni común ni la organizada— sino la represión social. De allí la prevalencia que se le da al terrorismo, inventado o maximizado, y no al combate contra el narcotráfico, que más bien utiliza a su favor esta coyuntura.
La evidencia de estas prácticas abunda en América Latina, lo mismo que en la historia de algunos países al término de la II Guerra Mundial y la instalación de la llamada “Guerra Fría”. En Honduras lo vivimos ahora, a extremos tales de estar en proceso de formación del narco-Estado.
Lo que a diario sucede en el corredor atlántico del país, el avance arrollador de la criminalidad, la incidencia del narcotráfico en la política, la formación de una sólida economía subterránea, y, por otra parte, la inoperancia de los organismos de seguridad del Estado en dar seguridad ciudadana es la mejor prueba de esta situación.
Poco importa, entonces, si el subsecretario de Seguridad, Armando Calidonio, se va de pinta a Sudáfrica e ignora su responsabilidad de funcionario público, porque, de todas maneras, su presencia en su nicho norteño de seguridad no resuelve nada. Su función no está en sintonía con el combate al narcotráfico, pues el crimen organizado tiene su régimen especial y su dinámica propia.
Tampoco sirve que las Fuerzas Armadas se involucren en la actividad policial, supuestamente para combatir el crimen organizado, porque la doctrina de la seguridad nacional les asigna un rol distinto, de terrorismo de Estado. En este sentido, ese nuevo involucramiento es un retroceso a la época en que la policía era una rama de la entidad militar.
Lo más grave de esta mezcolanza de ejército y policía en la tarea de la seguridad interna es el acceso al progresivo aumento de la contaminación de las Fuerzas Armadas en el tentador y envolvente mundo del crimen organizado y el narcotráfico.
Editorial Diario Tiempo, 15 de junio de 2010
Fuente: tiempo.hn
Desde el ángulo político, la inseguridad —junto con el desempleo— son los principales problemas por resolver, pero es evidente la negligencia de las autoridades y de la “clase” política, en general, en cuanto a dedicarles la debida atención y en garantizar la eficiencia en el combate a la criminalidad.
Somos conscientes de que la seguridad pública —sobre todo la interna— es un tema complejo, que exige profesionalización y políticas bien definidas en función de la doctrina. En nuestro país no se aplican estos principios, aunque oficialmente se diga lo contrario.
Por ejemplo, la doctrina actual es la de la seguridad ciudadana, que en el contexto regional se la define como seguridad democrática, pero lo que realmente se aplica es la doctrina de la seguridad nacional, o sea la misma de la década trágica, de los ’80, cuyo propósito es el terrorismo institucional o de Estado.
Esa política ha contribuido a la proliferación de la violencia, por aquello de que la violencia engendra violencia, pero esencialmente porque se niega a la persona como objetivo de la seguridad. Lo que importa es el Estado con el poder coercitivo para controlar y someter al poder de la masa, a la soberanía popular.
Esto significa, en este caso, que el objetivo de la seguridad es eminentemente político y además elitista. Por consiguiente, la finalidad no es el combate de la criminalidad —ni común ni la organizada— sino la represión social. De allí la prevalencia que se le da al terrorismo, inventado o maximizado, y no al combate contra el narcotráfico, que más bien utiliza a su favor esta coyuntura.
La evidencia de estas prácticas abunda en América Latina, lo mismo que en la historia de algunos países al término de la II Guerra Mundial y la instalación de la llamada “Guerra Fría”. En Honduras lo vivimos ahora, a extremos tales de estar en proceso de formación del narco-Estado.
Lo que a diario sucede en el corredor atlántico del país, el avance arrollador de la criminalidad, la incidencia del narcotráfico en la política, la formación de una sólida economía subterránea, y, por otra parte, la inoperancia de los organismos de seguridad del Estado en dar seguridad ciudadana es la mejor prueba de esta situación.
Poco importa, entonces, si el subsecretario de Seguridad, Armando Calidonio, se va de pinta a Sudáfrica e ignora su responsabilidad de funcionario público, porque, de todas maneras, su presencia en su nicho norteño de seguridad no resuelve nada. Su función no está en sintonía con el combate al narcotráfico, pues el crimen organizado tiene su régimen especial y su dinámica propia.
Tampoco sirve que las Fuerzas Armadas se involucren en la actividad policial, supuestamente para combatir el crimen organizado, porque la doctrina de la seguridad nacional les asigna un rol distinto, de terrorismo de Estado. En este sentido, ese nuevo involucramiento es un retroceso a la época en que la policía era una rama de la entidad militar.
Lo más grave de esta mezcolanza de ejército y policía en la tarea de la seguridad interna es el acceso al progresivo aumento de la contaminación de las Fuerzas Armadas en el tentador y envolvente mundo del crimen organizado y el narcotráfico.
Editorial Diario Tiempo, 15 de junio de 2010
Fuente: tiempo.hn
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