De la reciente visita del subsecretario de Estado de Estados Unidos, Craig Kelly, a Tegucigalpa, queda la impresión de haber fracasado, por cuarta vez, el intento de chapodarle el camino al gobierno entrante, del Partido Nacional, para la transición un régimen constitucional.
Aparentemente, el principal obstáculo para conseguir este objetivo ha sido —y sigue siendo— el tenaz agarre de Micheletti al poder dictatorial, que se sostiene por el apoyo de los sectores más recalcitrantes de la ultraderecha republicana y demócrata estadounidense, que amamanta a la ultraderecha antediluviana hondureña, y a la que el mismo Departamento de Estado, con su política astuta aplicada en su momento por el subsecretario Shannon, magistralmente le hizo el juego.
Con este importante respaldo y el decisivo apoyo militar, la argumentación diplomática sale sobrando, y, al mismo tiempo, pone en evidencia las contradicciones abismales que parecen darse en la política de Estados Unidos hacia América Latina, que precisamente el caso de Honduras ha tenido el “privilegio” de desnudar por completo, hasta el punto de plantear un nuevo auge del militarismo en escala continental.
El mismo Micheletti, sin duda repitiendo de oídas, se anima a ridiculizar la política norteamericana para Honduras calificándola de “errática”, que es como decir que carece de dirección o peca de indefinición. La cuestión es, por supuesto, más compleja, pero sí se percibe una constante, y es la de hacer prevalecer el capitalismo a ultranza, sin concesiones para el equilibrio económico y social.
Parece ser que la preocupación del gobierno de Obama respecto a la crisis política hondureña reside en lograr que el próximo gobierno, presidido por el licenciado Porfirio Lobo Sosa, se tenga por totalmente legítimo en Honduras y, sobre todo, en la comunidad internacional, con lo cual se supone que desaparecerían los nudos de tensión política y social que afloraron en la resistencia al golpe de Estado militar del 28 de junio y se posicionaron en la conciencia ciudadana.
De ahí la insistencia, aún fuera de tiempo, en la formación de un gobierno de reconciliación y unidad nacional y de la comisión de la verdad, que, al mismo tiempo, implica la defección de Micheletti del control golpista del poder estatal. Para quienes conocen con certeza y objetividad el entramado de la élite del poder en Honduras, ese objetivo era inalcanzable por la vía del diálogo, pues el control del poder en nuestro país hace buen rato que tornó a ser de naturaleza mafiosa.
También es conveniente tener en cuenta —como lo planteamos en TIEMPO, el Diario de Honduras— que históricamente los golpes de Estado en nuestro trópico siempre se han superado mediante la acción del Poder Constituyente. Con el rompimiento del orden constitucional e institucional del 28 de junio/09 no podría ser de manera diferente, dada la tradición inmersa en nuestro Derecho Constitucional y la idiosincrasia política del hondureño. Menos aún, respecto a un golpe que rompió los moldes anteriores, por efecto de sus retrógradas religaciones ideológicas internacionales.
Lo que se viene, entonces, es un período de incontenible efervescencia política y social, tanto más cuando la fórmula de “reconciliación y unidad nacional” no da visos de trascender al segmento popular de la nación, ciertamente el mayoritario, y está concentrado en el círculo cerrado de la élite política dominante, con la que la ultraderecha cubano-americana y venezolana se siente muy a gusto, por no decir hermanada.
Aparentemente, el principal obstáculo para conseguir este objetivo ha sido —y sigue siendo— el tenaz agarre de Micheletti al poder dictatorial, que se sostiene por el apoyo de los sectores más recalcitrantes de la ultraderecha republicana y demócrata estadounidense, que amamanta a la ultraderecha antediluviana hondureña, y a la que el mismo Departamento de Estado, con su política astuta aplicada en su momento por el subsecretario Shannon, magistralmente le hizo el juego.
Con este importante respaldo y el decisivo apoyo militar, la argumentación diplomática sale sobrando, y, al mismo tiempo, pone en evidencia las contradicciones abismales que parecen darse en la política de Estados Unidos hacia América Latina, que precisamente el caso de Honduras ha tenido el “privilegio” de desnudar por completo, hasta el punto de plantear un nuevo auge del militarismo en escala continental.
El mismo Micheletti, sin duda repitiendo de oídas, se anima a ridiculizar la política norteamericana para Honduras calificándola de “errática”, que es como decir que carece de dirección o peca de indefinición. La cuestión es, por supuesto, más compleja, pero sí se percibe una constante, y es la de hacer prevalecer el capitalismo a ultranza, sin concesiones para el equilibrio económico y social.
Parece ser que la preocupación del gobierno de Obama respecto a la crisis política hondureña reside en lograr que el próximo gobierno, presidido por el licenciado Porfirio Lobo Sosa, se tenga por totalmente legítimo en Honduras y, sobre todo, en la comunidad internacional, con lo cual se supone que desaparecerían los nudos de tensión política y social que afloraron en la resistencia al golpe de Estado militar del 28 de junio y se posicionaron en la conciencia ciudadana.
De ahí la insistencia, aún fuera de tiempo, en la formación de un gobierno de reconciliación y unidad nacional y de la comisión de la verdad, que, al mismo tiempo, implica la defección de Micheletti del control golpista del poder estatal. Para quienes conocen con certeza y objetividad el entramado de la élite del poder en Honduras, ese objetivo era inalcanzable por la vía del diálogo, pues el control del poder en nuestro país hace buen rato que tornó a ser de naturaleza mafiosa.
También es conveniente tener en cuenta —como lo planteamos en TIEMPO, el Diario de Honduras— que históricamente los golpes de Estado en nuestro trópico siempre se han superado mediante la acción del Poder Constituyente. Con el rompimiento del orden constitucional e institucional del 28 de junio/09 no podría ser de manera diferente, dada la tradición inmersa en nuestro Derecho Constitucional y la idiosincrasia política del hondureño. Menos aún, respecto a un golpe que rompió los moldes anteriores, por efecto de sus retrógradas religaciones ideológicas internacionales.
Lo que se viene, entonces, es un período de incontenible efervescencia política y social, tanto más cuando la fórmula de “reconciliación y unidad nacional” no da visos de trascender al segmento popular de la nación, ciertamente el mayoritario, y está concentrado en el círculo cerrado de la élite política dominante, con la que la ultraderecha cubano-americana y venezolana se siente muy a gusto, por no decir hermanada.
Editorial Diario Tiempo, 8 de enero de 2010
Fuente: tiempo.hn
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