En su libro Motines de Indios, el brillante historiador guatemalteco Severo Martínez Peláez recupera la historia de la sublevación indígena de Macholoa, Honduras. Porque no se conoce mucho en nuestro país de estas muestras tempranas de resistencia popular, y por su relevancia histórica, trascribo aquí algunos de los pasajes del capítulo consignado a Macholoa.[1]
En 1801, finales del coloniaje, Honduras tenía una población con predominio de ladinos, en la cual de 120,000 habitantes totales (pocos, para un territorio tan grande) sólo 35,000 eran indios y, más importante para la corona, tributarios.
Santa María Magdalena Macholoa era un pequeño pueblo, que “no llegaba a 400 vecinos y formaba, junto con otros nueve asentamientos, el distrito de Tencoa, cuya cabecera política y eclesiástica era el pueblo de Santa Bárbara” (Encontrado en: “Visiones y revisiones de la dependencia americana: México, Centroamérica y Haití”, Izaskun Alvares y Julio Sánchez Gomes, editores. Universidad de Salamanca). De esos 400, unos 70 eran “varones tributarios”.
El control religioso era mucho menos activo que en otras provincias, el número de curas siempre insuficiente, y su desplazamiento desde las cabeceras de curato hasta los pueblos complicado por las distancias, y por la geografía en particular durante la época de lluvias. De hecho, había sólo un cura para los 10 pueblos que formaban el curato de Tencoa.
Honduras estaba entonces gobernada por un intendente y siete subdelegados, uno de los cuales tenía la jurisdicción sobre los pueblos de Tencoa como comandante y comisionado de matrículas, y al cual le tocó “hacer la nueva cuenta y numeración de los pueblos naturales de este partido” para una mejor obtención de tributos. Llegado a Macholoa descubrió que 10 individuos en edad de tributar se hallaban en flagrante incumplimiento de dicha ordenanza desde hacía varios años. Cinco estaban omitidos en la lista parroquial, otros cinco registrados como difuntos. De uno de ellos se hacía constar el acta de matrimonio, 3 años atrás, en el mismo libro en el que se hacía constar su condición de difunto 2 años antes del feliz matrimonio.
El subdelegado citó al alcalde indio y le pidió razón de aquellas anomalías, a lo que el indígena respondió con “insolencia y evasivas”. Entonces, el subdelegado intentó quitarle la vara -símbolo de su autoridad como alcalde de Macholoa- y en pocos segundos apareció un grupo de cuarenta indios en actitud amenazante. El alcalde dijo “... ¡echa acá esa vara, que este es mi pueblo que me la ha dado... y así no la largo hasta que el pueblo me la quite!”
El subdelegado consideró como lo más prudente enviar a ensillar las cabalgaduras y retirarse del pueblo con su acompañante, mientras un plan de venganza se formaba en su cabeza. Mientras los indios de Macholoa decidían mejor enviar una comitiva y pagar el tributo directo a Comayagua, el delegado dispuso enviar un sargento y cuatro soldados, ladinos todos, con orden de esperar a la comitiva y capturarla en el paso del río. Pero los nueve indios macholoas despreciaron totalmente aquella guardia, y sacando sus cuchillos cortaron sin vacilación las amarras de la canoa, y enfurecidos pasaron a la otra banda del río, donde se hallaba su pueblo.
El subdelegado, que entre otros puestos tenía el de “capitán de granaderos de milicias” y “comandante de las armas de Tencoa”, cambió de plan y decidió que para castigar a los macholoas tenía que domeñarlos previamente. Preparó entonces una entrada nocturna al pueblo, en la oscuridad, con grupos que irían directamente a las viviendas de los cabecillas -los nueve de la comitiva- para amarrarlos con cuerda y llevárselos del pueblo. La entrada se haría por los dos caminos que daban ingreso al pueblillo, con gente suficiente y con algunos a caballo para sembrar el pánico.
Pero a los macholoas les llegó noticia del plan. Lejos de asustarse o esconderse, se reunieron todos en la casa del alcalde y discutieron hasta tomar una firme decisión: prepararían sus armas (machetes, lanzas improvisadas y piedras) y no dormirían esas noches; esperarían al subdelegado y le harían resistencia “hasta morir el último”.
En la noche fijada para la acción, avanzó sigilosamente el delegado con veintiocho hombres por uno de los caminos, mientras su ayudante, también capitán de milicias, llegaba con veintiséis por el otro camino. Este último había integrado su contingente con milicianos ladinos que había reclutado en varias aldeas y valles. A una señal convenida (el estampido de una bomba voladora) avanzaron por los dos extremos.
Pero los asustadores pasaron a ser asustados. En instantes, el pueblo se volvió un tumulto. Teas de ocote corrían en todas direcciones poniendo luz donde los asaltantes esperaban encontrar oscuridad. Comenzó a redoblar el tamborcillo del cabildo en un persistente toque de convocatoria. Todos los testigos afirman haber escuchado las siguientes voces “... ¡al cabildo todos con las armas!... que los macholoas tenemos fama de alzados, que se confirme la verdad!... y “…¡vamos matando todos estos pícaros, que esta noche se ha de ver lo último!” y “... si nos han de ahorcar por poco, que sea por mucho...”.
El mismo subdelegado describe en su informe que “comenzaron al instante a sonar su tambor y a dar gritos, y viendo el tumulto tan tremendo de hombres, mujeres y chicos, con machetes, cuchillos, palos y piedras, que me estaban matando tres soldados que tenían encerrados en el cabildo, y les mandé en voces claras y altas que a nombre del Rey se contuviesen en el motín, pero lejos de obedecer arremetieron como fieras para encima de nosotros...” y en otro lugar dice “... y como quiera que vi el peligro tan evidente de que nos hubieran muerto a todos... y viendo que se arrimó uno de los soldados con la mano derecha quitada de un machetazo, tuve a bien dar la voz a mi gente de que se retiraran, saliendo tras de nosotros como perros rabiosos”. Cuenta el subdelegado que los indios se apoderaron de las mulas, caballos, sillas y “demás equipaje que abandonamos por librar nuestras vidas”, es decir, en su apresurada huida.
Mientras huían, recibían piedras “que parecían aguacero”.
En su escape, dejaron a uno de los soldados, que fue hecho prisionero por los macholoas en el cabildo, y que en su declaración cuenta que le decían “Rogá a Dios, hijo de mil putas, que no muera ningún hijo del pueblo, porque entonces aquí te quitamos la cabeza, que vale más un hijo del pueblo que doscientos de vosotros”.
Los indios formaron una junta popular, en la que acordaron resistir. Más adelante, imponiéndose el poder de la corona, caerían presos los dirigentes del motín, pero su ejemplo está dado para las generaciones futuras que logren enterarse de la rebelión.
De este motín dice Peláez “...las características de este motín tampoco pueden ser imaginadas en pueblos de Chiapas ni de San Salvador. Los indios presentan aquí una conducta mucho más segura y desenvuelta”.
Esta historia la cuenta el historiador en las páginas 181 a 201 del libro, y vale la pena conseguir el texto completo y darle una estudiada, en esta época de motines, de abusivos que pretenden quitar la autoridad que sólo el pueblo puede dar, y de Resistencia.
Sergio Fernando Bähr
[1] Transcribir todo el capítulo tomaría demasiado tiempo, aunque lo haré en el futuro.
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