sábado, 4 de julio de 2009

La cultura golpista de la derecha

Rafael E. Cartagena (*)

Se requiere que los militares salgan de la escena rápidamente

TEGUCIGALPA - Quizás por vocación, acaso instinto, por deformación en el mejor de los casos --vaya usted a saber-- la derecha continental se aferra a una cultura golpista que muchos pensaban ya había desaparecido. Pero una búsqueda rápida en internet permite comprobar que el golpe de Estado en Honduras ha sido celebrado o justificado en las páginas de el Wall Street Journal de Nueva York, El Tiempo de Bogotá, El Heraldo de Honduras, o La Nación de Costa Rica... y la lista sigue.

Desde el año 2000 al presente, la derecha ha empleado la fuerza militar contra tres jefes de Estado elegidos por voto popular. En cambio, con excepción de la guerrilla colombiana, no se observa a las fuerzas políticas de izquierda intentando ocupar los poderes estatales por la vía de las armas. Periodistas y analistas políticos por igual deberían ponerse en alerta: la principal amenaza a la democracia no viene de la izquierda si no de la derecha.

Es un buen momento para rescatar del olvido los análisis realizados por Guillermo O´Donnell en la década de 1970. O´Donnell explicó los golpes de estado de aquellos años como una reacción de cierta élite económica, militar y política frente a unas demandas populares crecientes: luego de una época de relativa apertura a la expresión popular en Suramérica, las exigencias de los sectores populares traspasaban lo que las élites estaban dispuestas a conceder. Aunque esa no es una explicación completa, sí es una parte muy importante de la explicación.

La reacción golpista de la actual década parece tener una dinámica similar. Obviamente le asusta a la derecha la aparición de una contra-élite política, en este caso de izquierda, pero le asusta porque ella pudiera desatar expectativas en torno a cuestiones sociales y económicas. Entonces la derecha desata un discurso del miedo en donde el tema preferido son las izquierdas con liderazgos personalistas o centralizados. Es decir, explota una sensibilidad popular que sabe de pecados pero no de pecadores, de modo que sectores de la población opuestos a un pasado autoritario pueden volverse apoyos para una derecha golpista, incluso fascista.

Los golpes de Estado de las décadas de 1960 y 1970, se hicieron, igual que ahora, a nombre de la democracia. Pero posar como demócrata era más sencillo en aquella epoca, en algunos casos bastaba con ser anticomunista. Hoy las cosas han cambiado un poco y es importante para los golpistas guardar las apariencias. Se requiere que los militares salgan de la escena rápidamente y que luego tome su lugar un reparto de hombres --y algunas mujeres- curtidos en la política y los negocios que, haciendo maromas con los símbolos de la democracia, buscan dar sello de legalidad a un hecho surgido de la fuerza de las armas.

Desde luego, hay actos de fuerza militar que resultan en gobiernos. Cuando eso ocurre es casi inevitable la polarización de opiniones: se legitima al nuevo gobierno o en cambio se legitima su derrocamiento, incluso por la vía de las armas si se juzga necesario. Los argumentos jurídicos pueden ser contradictorios en estos casos: la Constitución de Honduras indica que nadie debe obediencia a un gobierno surgido de la fuerza de las armas, pero las leyes castigan la sedición. Por ello no son formalismos jurídicos los que deben dominar el debate, si no criterios ético-políticos los que han de guiarnos para decidir cuáles actos de fuerza son legítimos y cuáles no.

En este caso la derecha sostiene que en Honduras la Constitución había sido violentada por el Presidente Zelaya al impulsar una consulta popular sin sustento constitucional. Conocedores de la Constitución hondureña indican que, efectivamente, la misma no contempla mecanismos para crear una nueva Constitución. El golpe de Estado busca en primer lugar proteger ese rígido modelo institucional y luego revertirlo a esquemas menos abiertos a la participación popular, siempre dentro del marco de la "democracia".

Pero la democracia es un proceso de creatividad impulsado por una ciudadanía "empoderada". No admite definiciones que pretendan condensarla en definiciones o esquemas institucionales rígidos, excepto el respeto a los Derechos Humanos sin los cuales no es posible la existencia de aquella ciudadanía. Desde la década de 1980 al presente, sin embargo, muchos han entendido la democracia como simple mecanismo para ratificar o cambiar gobiernos por medio de elecciones regulares. A la derecha, más preocupada por los mercados, esa noción procedimental y limitada de democracia le había parecido suficiente, porque ella no le compromete a impulsar una democratización económica, tampoco a construir nuevas formas de participación popular.

En los hechos recientes se nota que la derecha no está cómoda ni siquiera con esa definición restringida de democracia. Oscar Arias, Presidente de Costa Rica, es una rareza: sólo a él se le ocurre someter un tratado de libre comercio a consulta popular. Pero tómese nota que, no hace mucho, Arias, vetó una ley de participación ciudadana que habría otorgado a las comunidades poder de decisión en cuestiones relativas a la explotación y uso del medio ambiente. Con el veto se perdió una oportunidad para profundizar la democracia costarricense. Casi nadie pareció lamentarlo: de todos modos se trataba de una reforma innecesaria y hasta peligrosa para un modelo democrático confinado en sus propias definiciones.

Lo que más teme cualquier sistema de pensamiento rígido es a la creatividad. Lo que más teme la derecha, no obstante todo su discurso en torno a la libertad, es perder su estatus, real o imaginado, dentro de un sistema de diferencias sociales. En tanto la democracia no modifica ese estatus, la derecha acepta y hasta aprende a gustar de la democracia. Pero cuando ésta amenaza con desatar la imaginación del pueblo, por manos de un "loco" o del pueblo mismo, la derecha corre a "resetear" el sistema, para que todo vuelva a su estado de equilibrio, a su versión tutelada, restringida, rutinaria de democracia. A diferencia de las computadoras, sin embargo, nunca los sistemas sociales vuelve a ser los mismos después de "reseteados". Honduras será distinta cuando haya pasado este episodio: se sacudirá el rancio bipartidismo nacional-liberal y será un país más conciente de lo que quiere, de cómo lo quiere, más participativo y más creativo. Tampoco Latinoamérica volverá a ser la misma.

(*) Cientista social y colaborador de ContraPunto

Fuente: www.contrapunto.com.sv

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