Por Luis Armando González (*)
El asunto es que en la política real las cosas funcionan de otra manera: aceptar un golpe de Estado es aceptar otro y otro
SAN SALVADOR - A raíz del golpe de Estado en contra de Manuel Zelaya han salido a relucir, en nuestro país, distintas posturas orientadas a justificar el movimiento golpista en Honduras. Si esas justificaciones provinieran exclusivamente de quienes nunca se han identificado con las reglas y valores de la democracia no habría razones para alarmarse. Sin embargo, no ha sido así. No se ha tratado sólo de personas de talante antidemocrático indiscutible, sino de personas que han proclamado una y otra vez su credo democrático y que incluso en más de una ocasión han intentado convertirse en “guardianes” de la democracia salvadoreña.
Es preocupante que quienes dicen estar identificados con la democracia intenten legitimar un procedimiento de recambio político –como lo es el golpe de Estado— que no sólo es contrario a ella, sino que la socava en sus fundamentos. Y es que una de las prácticas que un régimen democrático pretende erradicar es el relevo político de los gobernantes por el mecanismo de la fuerza, sea esta militar o civil. Este es el sentido de las elecciones periódicas: establecer, en lugar del recambio violento y abrupto en la conducción gubernamental, el recambio regulado por la ley y legitimado por la voluntad popular.
Así de simple. No se trata de ideologías –es decir, no se trata de ser de izquierda o de derecha—, sino de experiencia, prudencia y razonabilidad. Cuando se acepta una interrupción de un mandato gubernamental por la vía de golpe de Estado se abre la puerta a otros golpes de Estado, porque similares argumentos para defender uno de un signo pueden ser usados para defender otro de signo opuesto.
Quien no lo entienda que se tome la molestia de revisar la historia política de El Salvador desde 1931 hasta 1979: hubo golpes de Estado para todos los gustos. No hubo, eso sí, ni estabilidad política ni respeto a la voluntad soberana del pueblo. No hubo democracia y cuando algunos destellos de ella aparecieron en el horizonte –1972 y 1977— los militares los apagaron con la fuerza de las armas.
Cuando se escuchan argumentos en defensa del golpe de Estado en Honduras, es inevitable preguntarse –y preguntar a quienes los sostienen— qué hubiera pasado si a Antonio Saca le hubieran dado un golpe de Estado militares y civiles descontentos con su participación en la campaña electoral de ARENA. Quienes justifican el golpe de Estado en Honduras, ¿hubieran justificado un golpe semejante contra Saca? ¿Justificarían un golpe de Estado contra Felipe Calderón en México o contra Álvaro Uribe en Colombia?
Son obviamente preguntas retóricas, porque ya se sabe la respuesta. Las voces que se escuchan en El Salvador a favor de los golpistas hondureños no hubieran avalado un golpe de Estado contra Saca, ni lo avalarían contra Calderón o Uribe, porque ellos pertenecen al bando de los “amigos”. O sea, hay golpes de Estado que sí están permitidos –los que se hacen contra los “enemigos”, mientras que otros no lo están—. Curioso, ¿no?
El asunto es que en la política real las cosas funcionan de otra manera: aceptar un golpe de Estado es aceptar otro y otro. Y ello porque al aceptarlo una vez lo que se acepta es un mecanismo de recambio político alterno al mecanismo democrático. Un mecanismo que operará siempre que quien esté en el gobierno haga algo que moleste a sectores capaces de movilizar a los militares en su contra.
(*) Politólogo y colaborador de ContraPunto
Fuente: Revista ContraPunto - www.contrapunto.com.sv
No hay comentarios:
Publicar un comentario