domingo, 21 de marzo de 2010

Amanda Castro

Oscar Amaya Armijo

La vi por primera vez cargando un morral de sueños y versos junto a Ennio Maldonado bajo la sombra de una acacia de la vieja Escuela Superior del Profesorado; arrullaba los libros como que si fueran niños. Nunca le faltaron; eran sus demiurgos. Me encantaba verla con los ojos iluminados y la mirada perdida en el infinito como buscando la levedad del universo. Tenía el alma prístina como la de las cascadas; no había en ella apremios ni desconsuelos, yo le veía desde lejos la alegría pastar en sus carrillos; eran primaverales sus encantos y, la poesía, desde tiempos inmemoriales, desbordaba sus límites. En los veranos la miraba como una alondra acampar en los atardeceres, por ello nunca conoció el egoísmo, a tal grado que cuando la muerte le tocó las puertas, aún cuando el oxigeno se ausentaba de sus pulmones, allí se le miraba, también, repartiendo vida en los ayunos, en las marchas de los desvalidos, departiendo su agonía para que otros no murieran en los patíbulos. Nunca, que se sepa, vio como poetas menores a sus hermanos de la poesía, a quienes acompañaba, más bien, con su eterna sonrisa de gaviota volando. No hubo en su alma ni un tan solo repique de maldad, ni una tan sola palmada de desprecio para quienes buscaban su sombra. Por esa infinita bondad es que sus versos adquirieron la voz de las diosas creadoras, forjadoras de universos a punta de palabra limpia.

Ahora Amanda allí vive para siempre en esa región del universo poético, donde el dolor no osa aletear sus alfileres.

Fuente: Vos el soberano

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