Por Guillermo Alvarado
En medio de una fuerte controversia entre diversos sectores sociales y políticos hondureños, se aproximan día a día los comicios que, más que resolver, tienden a profundizar la crisis en el país centroamericano, detrás de la cual se encuentra el gobierno de Estados Unidos como uno de los máximos responsables de la situación.
Nadie puede asegurar que Washington promovió el golpe de Estado del 28 de junio, pero hay evidencias de que en principio toleró la conspiración, luego hizo bien poco para buscar el retorno de la institucionalidad democrática para, finalmente, abandonar el barco en medio de la tormenta.
Son, pues, tres momentos diferentes en los cuales la Casa Blanca estuvo involucrada en los acontecimientos y el primero de ellos tiene que ver con los preparativos del cuartelazo. Veamos porqué afirmamos tal cosa.
Cualquier ciudadano latinoamericano conoce que las sedes diplomáticas estadounidenses son mucho de lo que aparentan y que de ellas emana una influencia que en ocasiones puede ser decisiva. Nadie olvida la presencia en el Congreso guatemalteco del entonces embajador estadounidense James Derham para conminar, en abierta violación a la soberanía de ese país centroamericano, a los diputados a votar a favor del tratado de libre comercio impuesto desde Washington.
En Costa Rica la embajada norteamericana jugó un papel determinante durante el histórico referendo sobre el TLC para vencer la resistencia contra ese pacto lesivo a los intereses del pueblo.
¿Quién podría imaginar, entonces, que la oligarquía hondureña ejecutase un cuartelazo sin informar de los preparativos y tener el consentimiento de la nación norteña? ¿Podrían los militares locales asaltar la casa presidencial, detener al jefe de Estado y expulsarlo del país, sin la opinión favorable de la jefatura de la base yanqui de Soto Cano?
Consumada la asonada, viene un segundo momento y no nos referimos sólo a las contradicciones entre el presidente Obama y la Secretaria de Estado, Hillary Clinton, sobre si llamar o NO golpe de Estado a lo ocurrido en Tegucigalpa, sino a todo el cabildeo para demorar la restitución del legítimo presidente, incluyendo al Pacto de San José que pretendía devolver a un Manuel Zelaya atado de pies y manos.
A diferencia de otras veces, Washington dosificó calculadamente su influencia para dilatar lo más posible la crisis y si al final tuvo que poner el pié sobre el acelerador y enviar al mismo Thomas Shannon a buscar un acuerdo de último momento, fue por la sorpresiva entrada de Zelaya a su país.
Y aquí precisamente tiene lugar el tercer acto, donde se desenmascara toda la hipocresía de una política que siempre estuvo destinada a mantener al verdadero presidente alejado del poder. Cuando todo parecía encaminarse a una salida negociada, el gobierno de Estados Unidos cambia abruptamente el rumbo, se baja del barco y declara que reconocerá el resultado de las elecciones del 29 de noviembre con Zelaya o sin él al frente del ejecutivo.
De un solo plumazo avalan el golpe de Estado, legitiman al régimen de facto y dan carta blanca a la farsa electoral. Nadie es más feliz en esos momentos que Roberto Micheletti y sus secuaces que ven cumplidos sus oscuros objetivos.
El siguiente paso será, no cabe la menor duda, declarar terroristas a quienes se opongan a la espuria votación, reprimir a las organizaciones populares y detener a sus dirigentes, sacar una vez más a los gorilas a las calles y tratar de consumar por cualquier vía los comicios.
Honduras está al borde del abismo y de lo que suceda allí nadie será tan responsable como la extrema derecha estadounidense y una Casa Blanca que se mostró siempre vacilante y al final impotente de resolver una crisis de incalculables consecuencias.
Fuente: Radio Habana Cuba
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