jueves, 29 de julio de 2010

Honduras: urgencia y esperanza

Efrén Delgado Falcón

«Sigue el maíz a peso, cumpita …aunque algunos digan que ya basta» Indalecio Tuna.

¿Dualidad?
Aunque hay personas que insisten en negarlo, ya que cada cabeza es un mundo, está claro que el proceso electoral recién pasado se celebró en medio de una crisis política, institucional y de los derechos humanos. Fue organizado sin observadores respetables que dieran fe de alguna credibilidad en el proceso, y sobre todo, manipulado por un Tribunal Supremo Electoral claramente politizado, y actuando al interior de un régimen de facto.


Por supuesto, estas circunstancias produjeron lo que tenían que producir: un gobierno débil, que navega haciendo aguas en la tormenta continua de una crisis generalizada.

Entonces, podemos concluir, sin temor a equivocarnos, que el gobierno actual, con toda su institucionalidad, se asfixia en la ilegalidad, y su innegable calidad de írrito --heredada del golpe de Estado-- sigue en vigencia.

Pero una cosa es la legalidad y otra es la realidad. Desde que el gobierno de EE.UU. destapó sus verdaderas intenciones y se dedicó a maquillar, disfrazar y enterrar el “golpe”, validando las elecciones de noviembre último, el régimen presidido por Porfirio Lobo Sosa --al menos formalmente-- funge como si fuera un gobierno legítimamente electo por la mayoría del pueblo hondureño. Por supuesto, nada más falso, pero al mismo tiempo, nada más cierto.

Trago amargo de realidad
El gobierno de Lobo Sosa es una realidad insoslayable: existe y funciona, en toda su extensión; y por muy espurio que pueda ser, que lo es, ha sido reconocido por el país que representa al poder más grande que la historia de la humanidad ha conocido, y el proceso de reconocimiento internacional de tal régimen, tarde o temprano, será mayoritario e innegable. Por tanto, si queremos ser objetivos, una buena dosis de realismo nos obliga a tragarnos esa amarga realidad, y a interrelacionarnos con ella de la mejor manera posible.

Por ello que insistir en conformar una “constituyente”, que enmendaría la ruptura constitucional, no está dentro de las posibilidades del pueblo hondureño, a menos que, para su conveniencia, las personas que controlan el país decidan convocar dicha asamblea, dentro de “su” legalidad y conveniencia. Entonces, la conclusión cae por su propio peso: el único camino que se vislumbra hacia la obtención del poder político es el proceso electoral, cuyo calendario y gestión, dependen enteramente del TSE.

Por lo tanto, acudir a elecciones para marcar el inicio de un cambio cualitativo profundo en el país, es algo prácticamente inevitable. Y ello nos dirige hacia el análisis de escenarios más complejos: las opciones político-partidarias, las alianzas, las coaliciones, los nuevos partidos, los candidatos, el fraude electoral; en fin, las posibilidades y contra posibilidades del futuro político del país. Pero hay una cuestión fundamental donde todo podría conjugar: “El candidato”.

La clave
Derivado de lo anterior, hay una circunstancia que es imperativo resaltar: ninguno de los candidatos atávicos de la política vernácula, tiene una mínima oportunidad para erigirse como presidenciables capaces de zurcir con éxito una porción decididamente mayor del heterogéneo tejido social.

La necesidad de renovación llega como límpida brisa marina, porque todos tienen sospechas de todos, y es que nadie quiere que se siga repitiendo la burda y escandalosa historia de siempre, y la palabra cambio se ha ido infiltrando lentamente en la conciencia y el vocabulario de los hondureños.

Aunque muchos piensan que ya son un anacronismo, no debemos hacer conclusiones apresuradas, el sentido presidencialista y un arraigo centenario por los colores nacionalistas y liberales, siguen encarnados en la conciencia política del hondureño, no obstante, la ruptura ha sido enorme desde el “golpe”. Ahora bien, son muy escasos los potenciales presidenciables con el carisma, la capacidad, la trayectoria, y sobre todo, la fuerza moral para cautivar a las personas de todos los estratos económicos, políticos y sociales del país. Y quizá radica ahí, una de las claves más importantes para desenmarañar la compleja trama de la crisis de la política hondureña.

Urgencia de cambio
Resulta claro que requerimos de un candidato [por supuesto se generaliza, mujer u hombre] que pueda relegar la sospecha y la duda a un segundo plano; que sea capaz de presentarse con una propuesta seria y genuina para el futuro de la nación. Obviamente, no hablamos de caciques, ni de patriarcas, hablamos de un hondureño dispuesto a entregar parte de su vida a la consecución del sueño de una Honduras mejor; un hondureño al que le duela en los más profundo de su ser la pobreza endémica que cría a los hijos de esta tierra; un hondureño que entienda que el bien de los muchos desembocará en el bien de los pocos, pero jamás lo contrario; un hondureño cuya ética esté mucho más allá de las veleidades y las tentaciones del poder; un hondureño sencillo, pero pensante, cuyo sentido común le permita sentarse con los jeques de la nación y con el campesino más humilde, sin perder la compostura ni la idea de que su trabajo va dirigido hacia un bien superior. Si existe tal hondureño, y tiene conciencia de la coyuntura histórica que está viviendo este país, nuestra esperanza será del tamaño de la urgencia de cambio que atraviesa nuestra patria. «Hombres y mujeres íntegros y capaces existen, pero la tendencia natural es a apartarse para que pasen los forajidos, los facinerosos y los cínicos que babean ambición». Amén.


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