Georgino, fino como una cabriola de ballet, poseía la magia de convertir la nada en alegría. Dibujaba con su cuerpo mariposas como un demiurgo iluminado. Se movía con el mismo sigilo de una luz colada en las goteras. Encantaba a los niños su danza de colibrí en los atardeceres. Un plumaje de pentagramas cargaba en sus morrales, y nunca, por ello, dejó de moverse al compás de los arpegios. Ahí, se le miraba en los parques, desde siempre, sorber los trinos de los pájaros, como un campanario ávido de golondrinas. Nunca dejaba de sonreír, pues la primavera le tatuó el alma de sones y colores. Una sinfonía de amor despedía su piel curtida de llovizna cada vez que su cuerpo contorsionaba al viento entre sus dedos. Georgino era un pequeño dios con vida terrenal, que anhelaba escanciar el ánfora de la danza. Nadie puede negar que en él habitara la bondad y, cuando quiso esparcir el amor a sus semejantes, se volvió peligroso;
entonces, los emisarios del terror y la muerte, urgidos de sangre, con el filo infernal de sus guadañas, allanaron sus aposentos y le cercenaron sus alas de arcángel.
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