viernes, 25 de mayo de 2012

¿El Tigre Bonilla y los escuadrones de la muerte?



En el gobierno de Ricardo Maduro, el Tigre Bonilla fue denunciado por la que en aquel momento era responsable de Asuntos Internos de la Policia la comisionada Maria Luisa Borjas, y acuso a la Comisionada Coralia Rivera hoy Viceministra de seguridad, de tratar de forzar los 10 fusiles AK-47 supuestamente utilizado por la policía para llevar a cabo las ejecuciones extrajudiciales y asesinatos.
Las armas, se reveló aún más, también se utilizaron en el secuestro y asesinato en San Pedro Sula del empresario Reginaldo Panting. El autor intelectual de este asesinato, de acuerdo con Borjas, no es otro que el comisionado de Policía Juan Carlos “Tigre” Bonilla. Borjas ha acusado repetidamente a Bonilla de haber iniciado un escuadrón de la muerte que se especializa en la ejecución específica de presuntos delincuentes. No fue hasta que Casa Alianza comenzó a ejercer presión internacional que Bonilla apareció ante un juez quien de inmediato lo dejó en libertad bajo fianza 1.000 dólares. Una nota interna de la policía describe cómo Bonilla dirigió un escuadrón de la muerte que operaba con el conocimiento de las autoridades policiales. Bonilla está de vuelta en la nómina de la policía y ahora como Director de la Policia.
Coralia Rivera de Coca finalmente se presentó ante un tribunal popular convocada a toda prisa. A pesar del testimonio de un armero que admitió la evidencia sobre la corrupción de sus órdenes (que había limpiado los barriles y ha cambiado los mecanismos de disparo) fue puesta en libertad. También se supo que el Ministerio Público había notificado el ministro de Seguridad, Oscar Alvarez, 24 horas antes de que las armas serían secuestradas con la esperanza de que iba a proteger a las pruebas de cargo, pero Alvarez pasó la información al director de Coca Rivera, quien ordenó que la evidencia sea destruida.
Borjas, que sigue siendo vilipendiado y amenazado de muerte, también alega que la policía ejecuta en “casas de seguridad” alrededor de Honduras, donde los “indeseables”, son torturados y ejecutados.
Ese mismo día, 20 de agosto de 2002, el entonces fiscal especial contra el crimen organizado, Mario Enrique Chinchilla, envió una nota al ministro de Seguridad Óscar Álvarez. Le avisó que al día siguiente llegaría a requisar seis fusiles AK-47 como parte de una investigación sobre violaciones de derechos humanos iniciada en San Pedro Sula. María Luisa Borjas recibió una copia de esa carta. El caso, de no haber sido por una fuga de información, se hubiera amarrado un mes antes. El 31 de julio, la Fiscalía allanó una casa de seguridad de la Policía en San Pedro Sula en la que se encontraron pruebas relacionadas con más de 50 asesinatos. Media docena de las víctimas estaban involucradas en bandas de robacarros, y en la casa había varios de los vehículos, sin placas, que varios testigos relacionaban con los policías. Pero Borjas esperaba encontrar una evidencia más que incriminara a los oficiales que operaban desde esa casa de seguridad: investigadores de San Pedro Sula le habían informado que los oficiales de la Unidad Antisecuestro escondían armas antirreglamentarias en esa casa. Unos AK-47. La casa, los carros, los policías, las balas de AK-47 en las escenas de los crímenes… Todo cuadraba con las denuncias de los testigos. Solo faltaban los fusiles.
Cuando los investigadores allanaron la casa, encontraron municiones para AK-47, pero no las armas.
En realidad, mientras los policías bajo el mando de Borjas abrían cajones vacíos, revisaban en el techo y debajo de las camas, las armas ya estaban bajo custodia policial e iban rumbo a Tegucigalpa. Habían sido enviadas allí por el subcomisionado Salomón de Jesús Escoto Salinas, entonces subdirector de Información y Análisis de la Policía en San Pedro Sula, a la supervisora general de la Policía Preventiva, inspectora Mirna Suazo. Las armas fueron ingresadas al inventario y permanecieron ocultas en una bodega en Casamata durante 20 días. Cuando Borjas se enteró del paradero de las armas, porque consiguió el acta de remisión firmada por Escoto Salinas, informó al fiscal contra el Crimen Organizado y este le respondió con la copia de la carta dirigida al ministro Óscar Álvarez. María Luisa Borjas interpretó esa carta al ministro como una voz de alerta dirigida a los sospechosos. Les estaba dando tiempo para destruir las pruebas. Consciente de lo que estaba ocurriendo, Borjas se acercó al portón de la bodega, clavó la oreja y escuchó ruidos y murmullos. Tocó una vez y nadie contestó. Asomó de nuevo la oreja y los murmullos habían cesado. Luego tocó una vez más. Abrieron. Entró.
En la bodega estaban la inspectora Mirna Suazo, el jefe de almacén de armas Pedro Alemán, un armero del ejército y un cuarto hombre: Juan Manuel Aguilar Godoy, jefe de manejo de crisis del Ministerio de Seguridad, uno de los más cercanos asesores del ministro Óscar Álvarez. Borjas ató todos los cabos y sintió que una cosquilla incómoda le subía por la espalda. Dos más dos da el mismo resultado siempre y por eso, 10 años después de aquel episodio, sigue sosteniendo que en Honduras, entre 2002 y 2004, se ejecutó una política de limpieza social, ordenada desde la Presidencia de la República que entonces ocupaba Ricardo Maduro, supervisada por el Ministerio de Seguridad y la dirección de la Policía, y ejecutada por agentes de esa misma Policía. La prueba para enjuiciar a algunos de los involucrados eran, según Borjas, esos seis fusiles AK-47.
Aquella noche, adentro de la bodega, mientras el asesor del ministro y el jefe de la bodega se deshacían en excusas para justificar su presencia allí, la comisionada Borjas entendió que había llegado tarde. Miró al armero, que se escondía detrás de una estantería, y supo que había sido llevado allí para manipular las armas, desarmarlas y lijarlas a fin de que las pruebas de balística no las vincularan con aquel medio centenar de asesinatos en San Pedro Sula. La comisionada Borjas supo entonces que el caso que tenía entre manos, su caso estrella, era un caso perdido.
Hasta la fecha no se ha probado nada…

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