miércoles, 22 de diciembre de 2010

Finlander

Oscar Amaya Armijo


Lo vi venir de la librería Guaymura hacia la Capilla Sixtina,  así le decíamos al emblemático hotel San Francisco que funcionaba en el centro de Tegucigalpa, en la avenida Cervantes. Allí concurría lo más selecto de una intelectualidad rebelde, irreverente y comprometida con los cambios sociales. Eran los años aciagos de la década del ochenta. Esa tarde, Filander, venía embutido en un pantalón de mezclilla, sostenido por  un enorme cinturón de cuero que terminaba en una hebilla de acero inoxidable; botas vaqueras, camisa cuadriculada, sombrero de pelo y fumando tabaco cubano en una pipa de caoba. Cargaba  en sus manos el libro La revolución morazanista, recién sacado de la Editorial. Luego se desataba la conversación, los debates, la  polémica fecunda. Así conocí a Filander, junto a Rigoberto Paredes, referentes de aquella generación de escritores iconoclastas, que encararon con todas las fuerzas posibles la guerra de baja intensidad que el imperio le impuso a Centroamérica  aquellos años de desapariciones y matanzas.


En esas conversaciones conocí a Filander, me enteré de su vida de revolucionario cabal, de su honradez intelectual, probada con creces en la gran cantidad de libros que escribió. Nunca traicionó sus ideas, ni alquiló su pluma, ni vaciló en apoyar el más mínimo cambio que nos hiciera avanzar cualitativamente hacia adelante; nadie le vio, en vida, aupando a los gobiernos oligárquicos y cuando sobrevino la tragedia golpistas auspiciada por  la camarilla extranjera que se robó el país, aun cargando el peso de los años, dijo presente en las luchas del pueblo que combatía a los  vende patrias del país. Dos semanas antes del golpe, ya había firmado un documento condenando lo asonada que destruyó el Estado hondureño y sus instituciones. Muchos años atrás se tuvo que ir al exilio por combatir, armas en manos, a los gobiernos despóticos que asolaron Honduras a partir de las décadas del 50 y 60.


Filander fue un escritor de la estirpe de Medardo Mejía, Clementina Juárez Ventura Ramos, Pompeyo del Valle, Roberto Sosa, entre otros. En realidad, este hombre fue un escritor transgeneracional. En las conversaciones tormentosas que se escenifican en la “Capilla Sixtina” y en la famosa cafetería y galería Paradiso, junto a Filander, no faltaban los escritores Rigoberto Paredes, José Adán Castelar, Ricardo Maldonado, Roberto Quesada, Roberto Castillo, Eduardo Barh, Jorge Luis Oviedo, Isidro España, Rafael Rivera, Efraín López Nieto, Galel Cárdenas, José González; los pintores Ezequiel Padilla, Luis H. Padilla, Dagoberto Posadas y una cantidad enorme de artistas de las artes visuales y escénicas, con quienes más tarde organizamos la Unión Nacional de Escritores de Honduras UNEH, y otras instituciones culturales de carácter    gremial que desempeñaron  un papel importante en la década de los ochenta.


Hoy aquí, frente a Filander, manifiesto que este hombre no ha muerto, pues allí vive en esa obra hermosa de carácter teórico e histórico que nos legó, sobre todo, perdurará para siempre su ejemplo de revolucionario cabal.


Filander ya vive en la conciencia de los hondureños que luchamos por una refundación que liquide  para siempre la injusticia en nuestro país.

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