Iroel Sánchez
En mi adolescencia temprana recuerdo haber escuchado, en uno de los numerosos programas de orientación y crítica cinematográfica existentes entonces en la Televisión Cubana, un análisis que encontraba en filmes como El monstruo de los mil ojos y Frankestein la intención de demonizar la experimentación científica al magnificar sus posibles efectos indeseados.
Cierto o no, ha quedado en el imaginario universal una idea sobre el “efecto Frankenstein”. La historia es harto conocida: el doctor de apellido homónimo crea un ser fuerte y poderoso que termina volviéndose en contra de su creador. No hay que tener mucha imaginación para asociar la fábula a lo que está sucediéndole al gobierno norteamericano con Internet.
Desarrollada inicialmente –en los años sesenta- como un proyecto militar norteamericano, su establecimiento en los ámbitos civiles no ha estado exento de las intenciones de dominación procedentes de Estados Unidos, llegando a describirse por Donald Rumsfeld –Secretario de Defensa de la Administración Bush- como el nuevo escenario de la “guerra contra el terror”. Sin embargo, recientes acontecimientos pudieran estar demostrando que, como los monstruos de Hollywood, el ya imprescindible invento ha comenzado a preocupar a sus creadores.
La elaboración de una legislación más invasiva, la intervención en servidores y redes con el pretexto de la propiedad intelectual, y la coordinación del espionaje con los operadores de redes sociales, entre muchas otras acciones, revelan los crecientes intentos de controlar aún más los efectos indeseados de Internet para sus creadores. Los desesperados llamados desde Washington a influyentes medios de prensa para que se abstuvieran de publicar las filtraciones de documentos diplomáticos dadas a conocer por el sitio Wikileaks, han puesto en crisis uno de los paradigmas del discurso liberal enarbolado históricamente por Estados Unidos: la libertad de prensa.
Antes, las revelaciones sobre las guerras en Iraq y Afganistán habían hecho jirones la bandera siempre invocada por la política exterior norteamericana: el respeto a los derechos humanos. No es que se ignore el sentido hipócrita de esas políticas, ni que no existan pruebas mucho más contundentes de su fariseísmo, pero el hecho de que no sea en los márgenes del sistema donde circulen las denuncias crea una situación nueva. Siempre dada a acuñar estereotipos, la prensa norteamericana califica lo sucedido como “11 de septiembre diplomático”, sin embargo, esta vez los villanos son rubios, no practican el demonizado islamismo y operan desde territorio europeo.
Al coincidir con la respuesta absolutamente clasista dada por los gobiernos de Estados Unidos y Europa a la crisis económica, favoreciendo a los bancos en contra de las mayorías trabajadoras, se ha profundizado un vacío ético en el que –como en el clásico cuento- el emperador aparece desnudo. La prepotencia con que desde Washington se contempla y descalifica el mundo –no importa si aliados o enemigos- asoma sin medias tintas en los documentos filtrados.
En un planeta democrático, la noticia siguiente sería la caída del gobierno mundial gerenciado por Estados Unidos pero obviamente eso no ocurrirá. No hay motivos para el optimismo a corto plazo y este nuevo golpe a la Casa Blanca pudiera fortalecer a una ultraderecha ya en ascenso. Sin embargo, quien mande en Washington tendrá que enfrentar los efectos de una creación que cada vez hace temblar más a sus parteros.
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