Gustavo Zelaya
Bien sabemos quién expresó ese criminal “consejo” y a quién se lo dijeron. Sonaba casi como una orden y el deseo perverso y delictivo de un periodista hacia otro colega. Tal vez sea un caso extremo pero normalmente se nota que en ese gremio existe la práctica de desacreditar al otro sin tomar en cuenta el contexto. Me explico. Si yo pregunto a un periodista qué piensa de ese evento entre los comunicadores Luís Galdámez y Oscar Calona, es muy seguro que se escucharán opiniones contra alguno de ellos, sobre todo hablarán de su vida privada y dirán que son ladrones, vendidos, topes, parranderos, drogadictos, violadores, corruptos, y que, por tanto, sus posiciones no tienen que ser consideradas como importantes ni son dignas de tomarse en cuenta, etc., pero no vamos a escuchar algo que tenga que ver con el contenido de un trabajo responsable ni con el hecho de irrespetar la vida humana. Desacreditan a la persona cuestionando aspectos personales públicos o privados, pero no tocan el fondo del problema, no se van a referir en ningún momento a la responsabilidad del comunicador, a qué significa ser veraz ni a temas de justicia, ni siquiera a lo más evidente: al rol desempeñado por el capitalista Adolfo Facussé y la clase social que representa en la dependencia histórica de Honduras y cómo debe ser el desempeño del periodista frente a la violenta realidad del golpe de Estado organizado y dirigido por la oligarquía.
Es probable que el caso Galdámez-Calona no sea algo aislado de la práctica habitual entre los periodistas y que sea la tendencia más visible de las relaciones que ellos establecen: sembradas de desconfianza, llenos de acomodos frente al poder, dispuestos a aceptar regalos, poniéndose trampas, ofreciéndose alegremente a quien pueda pagar sus servicios, irrespetuosos de las fuentes, muy aficionados al grito para imponer criterios, acercándose a empresarios para pautar publicidad y apaciguar a la Resistencia desde supuestos medios alternativos, alejados de la investigación y, principalmente, incultos y adversarios de la buena lectura. En ese grupo profesional existen también notables y muy honrosas excepciones, que ojala fueran mayoría, pero que son relegados de las salas de redacción y de las producciones importantes en el periodismo escrito y televisivo. Entiéndase que aquí trabajan hombres y mujeres revestidos de integridad en algunos casos, moviéndose en un ambiente complicado, lleno de peligros, seducidos por el capital, rodeados de tentaciones y que tratan de llevar su vida de la mejor forma posible. Otros, no sólo sucumben frente al halago desmedido y al dinero fácil sino que son conscientes de lo que hacen y están en la mejor disposición de efectuar transacciones con su trabajo y venderse al mejor postor.
Entonces ¿qué ha provocado tal situación? ¿Cuál ha sido el modo en que han sido formados? ¿De qué ha servido la formación universitaria? ¿Tendrán códigos de ética los departamentos de prensa? Tal vez tendrían que revisarse planes de estudio y los contenidos de las asignaturas; averiguar qué tipo de formadores discuten los temas en las aulas y otros aspectos formales como las instalaciones y la tecnología disponible; pero no podría dejarse de lado la circunstancia, muy compleja, que los centros de estudio públicos y privados son parte de un sistema mayor producto del capitalismo desarrollado en nuestro país. Esto es muy importante. El sistema educativo forma personas que deberán prepararse para competir contra otros en un mercado laboral, en donde todo tiene precio y es objeto de compra-venta. Los graduados son vistos como productos que reciben insumos en el aula y son componentes de una cadena de producción que genera los recursos humanos de la nación, en donde lo fundamental es obtener éxito material, sin importar a costa de qué se obtenga el supuesto prestigio profesional. Ese el lenguaje que utilizan los pedagogos y educadores cuando se refieren a contenidos, ayudas, temas y personas, hablan de insumos, recursos, productos y mercado de trabajo, trasladando mecánicamente la terminología de la fábrica a las condiciones de los centros de enseñanza. De ese modo es que la educación se ha convertido en un gran mecanismo al servicio del sistema económico y los que participan en ese subsistema son tratados como cosas que pueden ser intercambiadas por otras gracias a la oferta y la demanda y con los criterios mercantiles de costos y beneficios. Esto no hay que perderlo de vista en cualquier investigación que se haga acerca del comportamiento y las relaciones entre los miembros del gremio de los comunicadores.
Además, hay otra faceta de mucho significado en este asunto y que, de hecho, es considerado como algo marginal y casi un estorboso adorno en los programas educativos, aunque por razones de imagen pública muchos dicen que es un elemento fundamental en el ejercicio del periodismo. Los hechos muestran que la formación ética y el tema de las normas morales han sido estimados como una traba en el currículo y que puede ser enseñado por cualquiera que tenga buenas intenciones sobre el tema. No se le aborda como el eje fundamental en la forja del profesional ni es tratado con la seriedad científica con que se habla de la física o de la biología. Hay que entender que los temas de la ética y la moral en periodismo son mucho más complejos y que impactan a nivel individual y colectivo. Por eso es que ponen mayor atención en cuestiones técnicas y en el manejo instrumental de la profesión para no asumir compromisos morales. Sobre esto hay diversas posturas teóricas pero, en general, cuando se habla de una moral profesional se hace referencia un sistema de normas que un grupo establece para ejercer en su provecho particular y social. Tal sistema regula su trabajo en el arte, ciencia u oficio que eligió y que ejerce.
La profesión escogida compromete al que la practica a tomar posición ante sí mismo y frente a la sociedad; esto implica poseer competencias y las capacidades necesarias que lo hacen ser apto para ejecutar su oficio. Esto conduce a asumir una actitud personal frente al conflicto permanente entre el individualismo y el desinterés por el bien común; entre el consumismo, el mercantilismo, el humanismo y la ayuda desinteresada. Eso exige definirse frente a una u otra posición y obliga a responsabilizarnos, a dignificar o desacreditar la profesión. Uno escoge, entonces, superarse continuamente o apegarse a la rutina; a ser creativos mejorando servicios o caer en el conformismo y en la pereza mental que lleva rápidamente a la mediocridad. Se trata de responsabilidad hacia uno mismo y hacia los demás y algo que muchos consideran cursilería pura: el amor a la profesión. Si esa profesión es la del periodista, tales características lo llenan de una mayor responsabilidad que la de cualquier ciudadano común, por sus conocimientos y la capacidad adquirida. Tal calidad obtenida lo obliga a ser ejemplar en sus funciones, en su práctica, en la difusión de las ideas y por poseer una supuesta formación humanista. Esto plantea un objetivo fundamental: deben actuar humanamente, y ello lo convierte en servidor público poseedor de unos derechos y deberes respecto a la sociedad que demanda un buen servicio que ayude a mejorar las condiciones de vida del organismo social.
Dentro de la jerga de los periodistas se menciona insistentemente sobre la importancia de trasmitir “la verdad”. Por lo general no explican a qué se refieren con eso de “la verdad” y esto es básico ya que ellos no son los dueños del medio de comunicación, y en tal situación el propietario impone criterios para redactar, comunicar y opinar. Otros afirman que prefieren ser “exactos” y apegados a la “verdad de los hechos” en el desempeño de su labor. Lo de exacto es muy discutible ya que nuestra capacidad de conocimiento es bastante limitada frente a la posibilidad de saber qué es la realidad; mientras que la obtención de la “verdad” es nada más que una aspiración ideal y en tal búsqueda la aproximación a los “hechos” es muy parcial. Puede decirse que es complicado despojarnos de los prejuicios de la opinión subjetiva frente a tales hechos. Incluso la noción de “objetividad” en la información es mucho más cuestionable ya que los acontecimientos y los hechos los captamos e interpretamos de forma subjetiva. En las condiciones del golpe de estado contra Manuel Zelaya vimos suficientes ejemplos del significado de los hechos y la verdad para los medios de comunicación que fueron cómplices y actores directos de ese delito. Simplemente, desde su óptica, no ocurrió nada grave; ni las masivas marchas de repudio fueron noticia. No importaba que los acontecimientos sucedieran frente a la sede de esos medios de prensa y se apaleara y asesinara a los miembros de la Resistencia Popular. Eso no estaba ocurriendo o había que ocultarlo. Así, la decisión de manifestar la verdad y los hechos dependía del criterio del propietario, y en muchas ocasiones la opinión del empleado era y sigue siendo idéntica a la sostenida por el dueño del medio de comunicación. Esto ha sido una de las características esenciales de la prensa hondureña en manos de la empresa privada.
Siendo que la búsqueda y trasmisión de la verdad plantea dificultades, en el periodismo se puede ser más modesto, mejor dicho, más honesto, y utilizar la noción de veracidad. Podemos ser más veraces o mentirosos y esto sí es propio de la conducta y del comportamiento individual, no es un asunto del dominio que se tenga de la técnica o de la ciencia. Es una opción humana que hace posible que al periodista no se le exija ser objetivo, exacto o verídico. Pero se puede esperar veracidad o decir mentiras en esa profesión. El término de veracidad informativa puede contribuir a superar determinadas prácticas vinculadas con el retardo, ocultamiento y distorsión de la información; con la parcialidad y el falso moralismo en los artículos de fondo; con los refritos que provoca el “monitoreo” de otros medios y con la información mercantilizada dirigida a la opinión pública. Tal vez se pida mucho a los que ejercen el periodismo en Honduras y se crea que son los formadores de opinión sin tener las suficientes competencias técnicas y éticas. Tal vez muchos de ellos no se dan cuenta qué tipo de problemas están en juego y no sean conscientes de la responsabilidad de su trabajo.
Lo que sí es evidente es que, de existir algún código de ética en los medios de comunicación, esa normativa sólo tiene significado cuando se enmarca elegantemente y se cuelga en las paredes de las salas de redacción. Sólo así es importante, como parte del decorado y sin aplicación práctica en la profesión. Si acaso existe ese código o los comités de ética, el conjunto de normas que se estipule deben regular el ejercicio de la profesión y basarlo en la veracidad y la responsabilidad. Por lo menos tendrá que ser un instrumento que ayuda a enfrentar el conflicto principal del profesional de la comunicación: cómo defender el derecho a la libertad de información y el derecho a la intimidad de las personas. Frente a las presiones derivadas de este problema sólo se puede responder con el arma de los principios morales, no mandando a matar al colega como le sugiere Oscar Calona a Adolfo Facussé, o con la cínica censura que propone el presidente del Colegio de Periodistas al sugerir “prudencia” con el lenguaje y “cautela” con la información, de tal forma que la dignidad del periodista puede ser la única actitud válida para superar cualquier imposición. Y algo muy importante: lo fundamental no es asumir actuaciones legalistas y abstractas, eso que aparece tras la pregunta ¿Qué dice el código respecto a determinada situación? El asunto básico, esencial, en todo esto es ¿A quién hay que ayudar? ¿A quién debo ser leal? ¿Con quién debo comprometerme?
El apegarse hipócritamente a lo que dice la ley y los códigos de la profesión significa subordinarse y someterse a leyes coactivas que significan muy poco en los actos privados y que su validez pública dependerá de un ejercicio de simulación frente a otros. Podría, entonces, hablarse de una actitud más humanista que haga posible la existencia de unas normas que hagan más libre al periodista y socialmente comprometido con el progreso social. Algo complicado de obtener en las condiciones del capitalismo que pone su sello explotador en la mayoría de las relaciones sociales. Cuando se detecten prácticas carentes de ética y se descubra la simulación existirán conflictos y las personas que quieran actuar de forma responsable y apegada a unas normas éticas, no deben olvidar que van a soportar burlas y perjuicios, y tendrán que estar dispuestas a lavar la cara del gremio. No se trata de jugar como el intachable y casto periodista sino de desempeñar un papel edificante en el desarrollo social, en el intercambio de la información y en el fomento de condiciones fraternas entre individuos y grupos. Todo esto es posible hacerlo. Otra dificultad derivada de lo anterior es la siguiente ¿siempre hay que desempeñar ese papel edificante o a veces?
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