La primera década del siglo finaliza, y la sociedad hondureña sigue hundida en la exclusión social y atravesada por profundas contradicciones socioeconómicas y culturales, muchas de ellas heredadas del siglo anterior y que hoy, se expresa en evidentes señales de ingobernabilidad, violencia e inestabilidad crecientes y con una institucionalidad cuya precariedad ha llegado a extremos de existir no por cuenta propia sino gracias al uso que le dan poderes extraños.
En la actualidad existe un severo problema de desintegración social. Somos una sociedad con los tejidos sociales y humanos rotos, que se expresa a primera vista en la polarización y en la innegable división por asuntos políticos, como los que se agudizaron tras la ruptura constitucional del 28 de junio del 2009. Pero esa polarización es apenas lo que aparece en la superficie. Los indicadores de fondo, y que están en la base de lo que vemos en la superficie, apuntan a la segregación y exclusión socio laboral, educativa y agraria de importantes sectores de la población, entre los cuales la juventud ocupa un lugar de primera magnitud.
Uno de los rasgos más sobresalientes de la exclusión social, y como expresión de las contradicciones existentes en nuestra sociedad, lo constituye la juventud marginalizada, la misma que ante la concentración de la tierra y ausencia de programas agrarios, se ve obligada a emigrar a los centros urbanos, en donde pasa a nutrir a la creciente población desempleada, y se ve forzada a sobrevivir violentando el orden social del cual ha sido excluida con no menos violencia.
La juventud se convierte en un problema para el modelo, y a lo largo de esta década, los distintos gobiernos han priorizado las políticas públicas que acentúan las medidas coercitivas y represivas por encima de las preventivas y educativas. La juventud y la sociedad hondureña se van transformando, pero a partir del deterioro de la calidad de vida de la inmensa mayoría de la gente. El campo se va transformando, pero a partir de la expulsión de su gente, y la prioridad de los cultivos para la agroindustria agudiza la concentración de la tierra en menos manos, y va haciendo de nuestra tierra un campo sin campesinos.
La migración de la población campesina transforma los centros urbanos en un hervidero de desempleo, supervivencia y violencia, y va transformando la vida doméstica, descargando en las mujeres mucho más trabajo que en el pasado. Al incorporarse al mercado laboral, las mujeres no sólo siguen cargando con las responsabilidades domésticas, sino que ahora tienen que estirar el día para cubrir las tareas domésticas con los trabajados asalariados de hambre en las maquilas, en servicios domésticos y en otras labores de evidente servidumbre.
El conjunto de estos factores hace de nuestra sociedad, al final de la primera década del presente siglo, una sociedad sumamente dinámica, compleja y conflictiva, en la cual se entrecruzan tanto la concentración del poder económico en manos de una elite fundamentalista que se cierra en banda ante cualquier propuesta de transformación en positivo, como la existencia de un enorme segmento de la población con apenas lo necesario o sin lo necesario para subsistir.
La exclusión actual de la juventud no es un fenómeno nuevo. El siglo pasado se caracterizó por la marginalización de la juventud de las oportunidades para un desarrollo digno. El fenómeno de las maras y pandillas fue el corolario de fuertes procesos de exclusión de la juventud de cualquier tipo de decisión. Por eso mismo, los jóvenes siempre han estado en el centro de los conflictos sociales, porque, tanto antes como ahora, el inconformismo y la rebeldía, propio de la población juvenil, han estado alimentados por razones estructurales de exclusión social.
Al final de cuentas, la sociedad que se va construyendo en este siglo se va edificando sobre iguales o peores estructuras socioeconómicas que en el pasado generaron marginalización de la juventud, y hoy las contradicciones son mucho más hondas, por ello, la juventud es expulsada de manera más escandalosa no sólo de los círculos nacionales del empleo y de la educación sino del propio territorio nacional, con todas las consecuencias discriminatorias y sangrientas que siguen abundando tanto dentro del territorio hondureño como en el tétrico camino que conduce hacia el Norte carnicero.
Hoy las contradicciones han llegado al extremo de empujar por una ruptura con ese modelo de exclusión social, y cualquier atraso para construir un nuevo pacto social basado en consensos mínimos que desemboquen inevitablemente en una Asamblea Nacional Constituyente, significa mayor exclusión y más violencia e ingobernabilidad. Uno de los mínimos de ese nuevo pacto social deberá sustentarse en una apuesta por la juventud, para que sea ella el centro y motor de las transformaciones socio-políticas, agrarias y culturales del país. Sin ese consenso mínimo cualquier cambio que se haga será como arar en el mar.
Fuente: tiempo.hn
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ResponderEliminarEres muy guapo, quisiera comerte la polla ahora
EliminarCerdo