José Natanson
Si se sigue con un poco de atención el debate político-intelectual surgido en Ecuador tras los episodios de la semana pasada, es fácil descubrir que oscila entre quienes lo definen como un simple motín salarial que, más por imperio de la furia desorganizada que como resultado de una estrategia deliberada, derivó en el secuestro del presidente, y quienes lo consideran, sí, un intento de golpe de Estado, aunque –salvo los conspiracionistas que creen ver detrás la mano invisible de la CIA– hay acuerdo en que, incluso si fue un golpe, fue un golpe fracasado, desde sus inicios, en toda su improvisación estratégica y operativa.
Contra lo que indica el manual del buen golpista, los policías no llegaron, ni siquiera intentaron, tomar todos los centros neurálgicos del poder, ni se aseguraron el control territorial más allá del bloqueo desordenado del aeropuerto (no hubo retenes en los accesos a Quito ni bloqueos en las rutas que aislaran la ciudad); no detuvieron a otros líderes políticos (incluyendo al vicepresidente) y no aislaron a Correa (que se comunicaba vía telefónica con sus funcionarios y los medios). La sensación es que, una vez que lo secuestraron, no sabían bien qué hacer con él: evidentemente no se animaron a asesinarlo y, al encontrarse con la rotunda negativa del presidente a negociar bajo coacción, no supieron cómo reaccionar.
Aunque obviamente había vínculos de Lucio Gutiérrez, los policías sublevados no estaban lo suficientemente articulados con los dos actores políticos y sociales capaces de asumir el poder, los únicos núcleos alternativos al mismo Correa que existen en Ecuador: la oligarquía de Guayas liderada por al alcalde Jaime Nebot y el partido Sociedad Patriótica, de considerable penetración popular, capitaneado por Gutiérrez. Quizá por eso, los análisis posteriores tienden a pasar por alto el hecho de que –a diferencia de lo que sucedió en Venezuela en 2002 o en Bolivia en 2008– las movilizaciones populares en rechazo al golpe fueron tibias, lo que demuestra que el gobierno de Correa puede gozar de un altísimo nivel de aprobación, pero que se trata de una aprobación difusa, poco organizada, sin liderazgos fuertes más allá del mismo presidente.
En todo caso, y más allá de un debate que puede volverse semántico, Ecuador se suma a la lista de intentonas fracasadas, que incluye a Venezuela (donde –ahí sí– una parte del ejército acompañó al liderazgo civil golpista) y Bolivia (donde tanto los militares como la policía se mantuvieron leales al presidente). En este marco, Honduras aparece como una clara excepción, con una serie de características propias: el origen fue un conflicto institucional de poderes (que luego desembocó en un golpe); había actores sociales y corporativos (empresarios, medios, un sector de los sindicatos) dispuestos a hacerse cargo del poder; dos de los tres poderes del Estado (el Congreso y la Corte) se mostraron dispuestos a pintar de un barniz institucional al golpe y, sobre todo, había un liderazgo claro (el del senador Roberto Micheletti) y un proyecto definido (estirar el gobierno de facto hasta las elecciones).
Pero nada de esto debería interpretarse como una minimización de los episodios ocurridos en Ecuador. Si se revisa la secuencia, salta a la vista que, aunque no todos los policías se sublevaron, y aunque probablemente quienes efectivamente se levantaron en armas no pasaron de unos cientos, la huelga de brazos caídos fue total en todas las ciudades salvo en Cuenca: la sensación de anomia que por unas horas se instaló en el país y los saqueos de Guayaquil dan cuenta de esta realidad. Por otra parte, como señaló correctamente Eduardo Gudynas, hay que recordar que en la conferencia de prensa de las fuerzas armadas los jefes militares reconocieron explícitamente la autoridad presidencial y ratificaron su alineamiento con los poderes democráticos... pero reclamaron la anulación de la ley del servicio civil y hasta pidieron una mejora de los salarios. Como sostiene Gudynas, casi un chantaje: respaldamos al presidente si nos aumenta los sueldos.
Pero lo central, más allá del debate posterior, es que los acontecimientos ecuatorianos reavivan el debate acerca de la importancia de asegurar el control civil sobre las fuerzas de seguridad (incluyendo tanto a las fuerzas armadas como a las policías y sus auxiliares) y definir claramente las competencias de cada una, en particular en aquellas democracias que atraviesan fuertes procesos de cambio: el punto más frágil, y del que se habla menos, es hoy Paraguay.
El problema es general. En momentos en que Brasil es visto como un ejemplo para toda la región, con innegables aciertos que son señalados como la senda que debería seguir la Argentina, vale la pena recordar que la confusión entre las tareas de seguridad interior y defensa exterior y la autonomía operativa, y por momentos incluso política, de los militares y policías, constituye un problema que Brasil aún no ha logrado resolver. En Brasil los militares cumplen una larga serie de funciones que tienen poco que ver con su tarea original: manejan la Policía Militar de cada estado (equivalente a las policías provinciales), controlan el tránsito, ayudan a combatir el dengue, se ocupan de la seguridad en el Carnaval de Río, de proteger al Papa..., hasta los bomberos, institución civil por excelencia, dependen de los militares.
Jorge Zaverucha, especialista brasileño en cuestiones militares, lo explica de esta forma: “En los países democráticos, las competencias de la policía y las del Ejército están claramente separadas. La policía se ocupa de los adversarios y el Ejército, de los enemigos. Por ello, las doctrinas, el armamento y la instrucción son diferentes. Sin embargo, en Brasil estas competencias están entremezcladas. El proceso de politización de las fuerzas armadas se da simultáneamente con la militarización de la policía”. El general Leônidas Pires Gonçalves, primer ministro del Ejército de la democracia, lo había expresado claramente años atrás: “No estamos entrenados para esposar a la gente. Si visita los cuarteles, no verá esposas en ningún lado, pero sí encontrará un polígono de tiro”.
La intervención militar en Brasil no es una excepción sino una regla en América latina. En casi todos los países de Centroamérica, los militares llevan adelante tareas de seguridad interna, y lo mismo en México, donde Felipe Calderón ha reforzado sus atribuciones para combatir el narcotráfico. En Ecuador constituyen un verdadero poder económico que controla puertos, empresas aéreas, astilleros, siderurgias y hasta un banco. En Chile, recién en el 2005 el presidente recuperó la facultad de decidir el ascenso de los oficiales, que hasta el momento eran promovidos por un Consejo de Seguridad integrado por ellos mismos.
En Argentina, en cambio, Raúl Alfonsín impulsó el Juicio a las Juntas, Carlos Menem anuló el servicio militar obligatorio e inició las primeras misiones de paz y Néstor Kirchner les dio amparo político a las investigaciones por violaciones a los derechos humanos y consiguió la anulación de las leyes de obediencia debida y punto final. En 25 años de democracia hubo, por supuesto, concesiones de todo tipo, desde las leyes de impunidad y los indultos hasta escandalosos favores personales, pero incluso Menem y De la Rúa, los dos presidentes más cercanos a los planteos verde oliva, se aseguraron de garantizar el control civil sobre los militares y resistieron las presiones para autorizar la intervención militar en cuestiones de seguridad.
Rut Diamint, especialista en temas de defensa de la Universidad Di Tella, lo sintetiza de esta forma (revista Nueva Sociedad 213): “De todos los países de América latina, Argentina es sin dudas el que hizo las revisiones más profundas y los cambios más notables para avanzar en el control civil democrático de las fuerzas armadas. Es, también, el país que dio más pasos en la tarea de hacer de la política de defensa una política pública decidida por el Poder Ejecutivo, con aportes tanto del Congreso como de la comunidad académica. Y es, finalmente, el país latinoamericano en el que los militares intervienen menos en la toma de decisiones”.
En este punto, la democracia argentina ha producido avances inéditos en el contexto latinoamericano, que suelen pasarse por alto a la hora de valorar las políticas de Estado de cada país. Brasil, por caso, carece de una estrategia alrededor del tema. Por si hacía falta, los episodios registrados en Ecuador alertan sobre la importancia de mantener a raya a policías y militares.
Podría ser una máxima de Philip Marlowe: nunca conviene relajarse del todo frente a alguien que lleva una pistola.
Contra lo que indica el manual del buen golpista, los policías no llegaron, ni siquiera intentaron, tomar todos los centros neurálgicos del poder, ni se aseguraron el control territorial más allá del bloqueo desordenado del aeropuerto (no hubo retenes en los accesos a Quito ni bloqueos en las rutas que aislaran la ciudad); no detuvieron a otros líderes políticos (incluyendo al vicepresidente) y no aislaron a Correa (que se comunicaba vía telefónica con sus funcionarios y los medios). La sensación es que, una vez que lo secuestraron, no sabían bien qué hacer con él: evidentemente no se animaron a asesinarlo y, al encontrarse con la rotunda negativa del presidente a negociar bajo coacción, no supieron cómo reaccionar.
Aunque obviamente había vínculos de Lucio Gutiérrez, los policías sublevados no estaban lo suficientemente articulados con los dos actores políticos y sociales capaces de asumir el poder, los únicos núcleos alternativos al mismo Correa que existen en Ecuador: la oligarquía de Guayas liderada por al alcalde Jaime Nebot y el partido Sociedad Patriótica, de considerable penetración popular, capitaneado por Gutiérrez. Quizá por eso, los análisis posteriores tienden a pasar por alto el hecho de que –a diferencia de lo que sucedió en Venezuela en 2002 o en Bolivia en 2008– las movilizaciones populares en rechazo al golpe fueron tibias, lo que demuestra que el gobierno de Correa puede gozar de un altísimo nivel de aprobación, pero que se trata de una aprobación difusa, poco organizada, sin liderazgos fuertes más allá del mismo presidente.
En todo caso, y más allá de un debate que puede volverse semántico, Ecuador se suma a la lista de intentonas fracasadas, que incluye a Venezuela (donde –ahí sí– una parte del ejército acompañó al liderazgo civil golpista) y Bolivia (donde tanto los militares como la policía se mantuvieron leales al presidente). En este marco, Honduras aparece como una clara excepción, con una serie de características propias: el origen fue un conflicto institucional de poderes (que luego desembocó en un golpe); había actores sociales y corporativos (empresarios, medios, un sector de los sindicatos) dispuestos a hacerse cargo del poder; dos de los tres poderes del Estado (el Congreso y la Corte) se mostraron dispuestos a pintar de un barniz institucional al golpe y, sobre todo, había un liderazgo claro (el del senador Roberto Micheletti) y un proyecto definido (estirar el gobierno de facto hasta las elecciones).
Pero nada de esto debería interpretarse como una minimización de los episodios ocurridos en Ecuador. Si se revisa la secuencia, salta a la vista que, aunque no todos los policías se sublevaron, y aunque probablemente quienes efectivamente se levantaron en armas no pasaron de unos cientos, la huelga de brazos caídos fue total en todas las ciudades salvo en Cuenca: la sensación de anomia que por unas horas se instaló en el país y los saqueos de Guayaquil dan cuenta de esta realidad. Por otra parte, como señaló correctamente Eduardo Gudynas, hay que recordar que en la conferencia de prensa de las fuerzas armadas los jefes militares reconocieron explícitamente la autoridad presidencial y ratificaron su alineamiento con los poderes democráticos... pero reclamaron la anulación de la ley del servicio civil y hasta pidieron una mejora de los salarios. Como sostiene Gudynas, casi un chantaje: respaldamos al presidente si nos aumenta los sueldos.
Pero lo central, más allá del debate posterior, es que los acontecimientos ecuatorianos reavivan el debate acerca de la importancia de asegurar el control civil sobre las fuerzas de seguridad (incluyendo tanto a las fuerzas armadas como a las policías y sus auxiliares) y definir claramente las competencias de cada una, en particular en aquellas democracias que atraviesan fuertes procesos de cambio: el punto más frágil, y del que se habla menos, es hoy Paraguay.
El problema es general. En momentos en que Brasil es visto como un ejemplo para toda la región, con innegables aciertos que son señalados como la senda que debería seguir la Argentina, vale la pena recordar que la confusión entre las tareas de seguridad interior y defensa exterior y la autonomía operativa, y por momentos incluso política, de los militares y policías, constituye un problema que Brasil aún no ha logrado resolver. En Brasil los militares cumplen una larga serie de funciones que tienen poco que ver con su tarea original: manejan la Policía Militar de cada estado (equivalente a las policías provinciales), controlan el tránsito, ayudan a combatir el dengue, se ocupan de la seguridad en el Carnaval de Río, de proteger al Papa..., hasta los bomberos, institución civil por excelencia, dependen de los militares.
Jorge Zaverucha, especialista brasileño en cuestiones militares, lo explica de esta forma: “En los países democráticos, las competencias de la policía y las del Ejército están claramente separadas. La policía se ocupa de los adversarios y el Ejército, de los enemigos. Por ello, las doctrinas, el armamento y la instrucción son diferentes. Sin embargo, en Brasil estas competencias están entremezcladas. El proceso de politización de las fuerzas armadas se da simultáneamente con la militarización de la policía”. El general Leônidas Pires Gonçalves, primer ministro del Ejército de la democracia, lo había expresado claramente años atrás: “No estamos entrenados para esposar a la gente. Si visita los cuarteles, no verá esposas en ningún lado, pero sí encontrará un polígono de tiro”.
La intervención militar en Brasil no es una excepción sino una regla en América latina. En casi todos los países de Centroamérica, los militares llevan adelante tareas de seguridad interna, y lo mismo en México, donde Felipe Calderón ha reforzado sus atribuciones para combatir el narcotráfico. En Ecuador constituyen un verdadero poder económico que controla puertos, empresas aéreas, astilleros, siderurgias y hasta un banco. En Chile, recién en el 2005 el presidente recuperó la facultad de decidir el ascenso de los oficiales, que hasta el momento eran promovidos por un Consejo de Seguridad integrado por ellos mismos.
En Argentina, en cambio, Raúl Alfonsín impulsó el Juicio a las Juntas, Carlos Menem anuló el servicio militar obligatorio e inició las primeras misiones de paz y Néstor Kirchner les dio amparo político a las investigaciones por violaciones a los derechos humanos y consiguió la anulación de las leyes de obediencia debida y punto final. En 25 años de democracia hubo, por supuesto, concesiones de todo tipo, desde las leyes de impunidad y los indultos hasta escandalosos favores personales, pero incluso Menem y De la Rúa, los dos presidentes más cercanos a los planteos verde oliva, se aseguraron de garantizar el control civil sobre los militares y resistieron las presiones para autorizar la intervención militar en cuestiones de seguridad.
Rut Diamint, especialista en temas de defensa de la Universidad Di Tella, lo sintetiza de esta forma (revista Nueva Sociedad 213): “De todos los países de América latina, Argentina es sin dudas el que hizo las revisiones más profundas y los cambios más notables para avanzar en el control civil democrático de las fuerzas armadas. Es, también, el país que dio más pasos en la tarea de hacer de la política de defensa una política pública decidida por el Poder Ejecutivo, con aportes tanto del Congreso como de la comunidad académica. Y es, finalmente, el país latinoamericano en el que los militares intervienen menos en la toma de decisiones”.
En este punto, la democracia argentina ha producido avances inéditos en el contexto latinoamericano, que suelen pasarse por alto a la hora de valorar las políticas de Estado de cada país. Brasil, por caso, carece de una estrategia alrededor del tema. Por si hacía falta, los episodios registrados en Ecuador alertan sobre la importancia de mantener a raya a policías y militares.
Podría ser una máxima de Philip Marlowe: nunca conviene relajarse del todo frente a alguien que lleva una pistola.
Fuente: Página 12 - Rebelion.org
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