Me encontraba en Oslo, en cuya universidad debía servir un ciclo de conferencias sobre la crisis política hondureña y su impacto en la región y en América Latina en general, cuando fui requerido para ofrecer una entrevista al diario mencionado. Mi encuentro con la periodista se tradujo posteriormente en una amplia crónica sobre el golpe de Estado en Honduras, aparecida en las páginas centrales del diario el día 30 de septiembre, justo en la fecha en que se produjo el fallido golpe de Estado en Ecuador.
El titular que llamó mi atención me llevó a reflexionar un poco más sobre la verdadera naturaleza del golpe de Estado que interrumpió el proceso de consolidación democrática en Honduras y dio al traste con buena parte de la institucionalidad estatal del país. En realidad, más que un golpe típicamente militar, al viejo estilo de los golpes de Estado de las décadas sesenta y setenta del siglo pasado en América Latina, el del 28 de junio --el fatídico 28J-- en Honduras fue un golpe urdido, patrocinado y usufructuado directamente por las élites políticas y empresariales, ayudadas muy de cerca, sin duda, por líderes religiosos fundamentalistas, inescrupulosos dueños de medios de comunicación y militares solícitos que se prestaron, entre entusiastas y ambiciosos, al peligroso juego de la ruptura constitucional.
Los militares actuaron como un simple instrumento de las élites, debidamente estimulados y aupados, para cumplir una misión diseñada y ordenada por éstas. Por supuesto, su participación ni fue gratuita ni simplemente coyuntural. Obtuvieron sus beneficios, ya sea recuperando viejas cuotas perdidas de poder, adquiriendo otras nuevas o ampliando las que habían logrado conservar a lo largo de los años de la transición política hacia la democracia. Salieron beneficiados pero no se quedaron administrando el Estado. Para eso, las élites contaban con sus peones políticos, individuos como Roberto Micheletti, caudillos conservadores de corto alcance, personajes y personajillos sin escrúpulos, carentes de proyecto político alguno pero con el apetito suficiente para tragarse las finanzas del Estado. Señores y señoritos, damiselas de aristocracia marchita, “notables” de pacotilla, beatos seniles y uno que otro demente convertido de pronto en estratega político.
Es importante establecer con claridad las características que vuelven original y diferente al golpe de las élites del 28J. Sólo así será posible diseñar una estrategia política adecuada y pertinente para revertir sus efectos, restaurar la institucionalidad democrática y aprovechar positivamente todo el caudal político desencadenado con el movimiento de resistencia contra el golpe de Estado. La comprensión cabal de su naturaleza nos ayudará a ser más precisos y divagar menos en cuanto a sus efectos, su trascendencia y sus perspectivas. O sea, nos permitirá contar con mejores instrumentos de análisis y herramientas más apropiadas para generar el debate de altura que la situación requiere y demanda.
A veces, durante los meses inmediatos al golpe de Estado, pero sobre todo en los meses posteriores, tuvimos la impresión de que el país había producido más historia de la que era capaz de consumir. Winston Churchill solía decir eso sobre los Balcanes y, a juzgar por los hechos históricos, debe concluirse en que tenía la razón. En el caso nuestro, las dinámicas sociales generadas en torno al golpe de Estado, antes y después del 28J, han sido tan intensas, ricas en contenido, saturadas de diversidad, cargadas de pluralismo, innovación, creatividad y movilización, que, al parecer, han dejado atrás a muchos de sus dirigentes y han superado con creces la imaginación y los esfuerzos interpretativos de muchos de sus reales o presuntos intérpretes. Es la vieja historia de la masa y su movilidad creadora, su gelatinosa capacidad para adecuarse a las coyunturas y sobreponerse a las barreras que le suelen poner la rigidez y el anquilosamiento de las ideas. Es la dinámica de la libertad que se conquista en las calles, el aire nuevo, la frescura ideológica de las nuevas generaciones, libres afortunadamente de las viejas camisas de fuerza del dogmatismo ideológico y la ortodoxia gris.
Sobre todas estas cosas meditaba en Oslo, cuando escuchaba las preguntas y comentarios de los asistentes a las conferencias. Era admirable comprobar el genuino interés de los jóvenes nórdicos por lo que había sucedido y sigue sucediendo en la lejana Honduras, en un país remoto en donde un grupo de empresarios y políticos, auxiliados por cabecillas religiosos y militares mercenarios se lanzaron a la loca aventura de organizar y ejecutar un golpe de Estado al finalizar la primera década del siglo XXI. Sumidos en una especie de demencia grupal, los golpistas, debidamente articulados en torno a los intereses de las élites, hicieron retroceder al país y lo hundieron de nuevo en el caos, la angustia y el temor colectivo. Todo ello lucía tan irracional e inexplicable para los jóvenes nórdicos que, con atención e interés estimulantes, escuchaban las explicaciones y descripciones sobre el golpe de las élites en Honduras.
Es bueno reflexionar sobre estas cosas y, sin aspavientos ni descalificaciones sectarias, abrir un debate amplio y enriquecedor sobre el golpe de Estado del 28J, sus lecciones, sus consecuencias y repercusión en la sociedad hondureña.
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