Por Alberto Piris
El golpe de Estado en Honduras ha producido, al menos, dos efectos importantes: ha obligado a recordar que unas Fuerzas Armadas que no han asumido la democracia son un peligro para la sociedad que las sostiene y a la que deberían defender, y ha provocado, además, una cascada de comentarios sobre las circunstancias que hacen posible tan violenta interrupción del curso normal de la vida política de un Estado.
Sintetizar estas ideas en un breve comentario no es fácil pero merece la pena el esfuerzo. La Institución Militar, en cualquier país, tiene unas peculiaridades inherentes a su misma sustancia que no pueden ignorarse. Hecha para combatir, se estructura en torno al modo de hacer la guerra y, naturalmente, con vistas a triunfar en ella. Lo contrario sería aberrante.
La formación de sus miembros, por mucho que intente adaptarse a la de las personas que eligen otras profesiones (en un esfuerzo -elogiable, pero por lo general infructuoso- por igualar la mentalidad de unos y otros), difiere radicalmente de la formación civil ordinaria en la que se educan otros componentes de la sociedad.
Aunque de distinto modo, según la posición en la jerarquía militar, la formación de soldados y cadetes (que serán luego los altos mandos militares) les lleva a tener al Ejército como la institución dominante que configura casi todos los aspectos importantes de su vida. En distinto grado, todos los profesionales de la milicia son resocializados en función de valores e intereses específicos: la disciplina, la obediencia, el espíritu de cuerpo... crecen a medida que van asumiendo los elementos básicos de su formación militar. El espíritu de cuerpo y el compañerismo, por ejemplo, son elementos indispensables en la actividad del combatiente y no pueden ser ignorados.
Esto es así hasta el punto de que son innumerables los testimonios extraídos en diversas guerras que muestran que el valor heroico con que a veces se comporta un soldado está más motivado por un sentimiento de compañerismo o de lealtad a sus mandos, o incluso como respuesta a un reto personal de íntimas razones, que por las retóricas ideas sobre la Bandera, la Patria o la Historia, recibidas durante su formación militar básica.
Hasta aquí nada hay que objetar, puesto que cualquier sociedad que se impone la carga de sostener unas Fuerzas Armadas eficaces, capaces de cumplir la misión que se les asigne, sabe cuáles son las condiciones indispensables para su funcionamiento. Incluso se aceptan ciertas prácticas "endogámicas": los militares viven juntos, a veces aislados (en bases o viviendas específicas), se entretienen también juntos en sus clubes o colonias de vacaciones, sus familias se relacionan estrechamente entre sí y la endogamia, en sentido estricto, no es ajena a sus prácticas sociales, transmitiendo los mismos valores de generación en generación, por vía familiar y no sólo a través de las academias y centros de formación.
Todo lo anterior puede ocurrir tanto en Estados de honda tradición democrática como en países que no han salido de la etapa del golpismo. Pero donde unos y otros toman caminos diferentes es en el momento en que a esa Institución Militar, cuyos miembros son reflejo de lo antes descrito, se le confiere la facultad exclusiva de definir qué es la Patria y cómo debe ser defendida. Y, lo que es peor, cuando desde las fases iniciales de la formación del militar se propugna una identificación, total y excluyente, entre Patria y Fuerzas Armadas. El caso extremo, que algunos países -incluida España- han conocido para desgracia suya, es cuando a esta deformada vinculación entre el concepto de patria y los ejércitos se añaden implicaciones religiosas de carácter trascendente. En mi vida profesional he escuchado afirmar, a veces con enorme convicción, que un militar español forzosamente tenía que ser católico, pues, de no ser así, sería un "mal militar"; o no sería español. ¡Aplastante lógica!
El problema del golpismo empieza, pues, más allá de lo que es la formación técnica de los combatientes. Si además de convertirlos en unos profesionales competentes, a los soldados hondureños se les hubiera enseñado que la Patria a la que había que defender no sólo estaba formada por las clases dirigentes "de toda la vida", la Iglesia, los estamentos tradicionales del poder, etc., sino que además también la constituían los obreros explotados o los campesinos desheredados (entre los que muchos soldados tienen sus raíces familiares: véase el enorme poder de la formación integral de los ejércitos), sectores sociales a los que apoyó el presidente violentamente expulsado, esos soldados no hubieran sido un instrumento fácil en manos de unos políticos que, decididos a hacerse con el poder, se sirvieron de la fuerza de las armas para perturbar el orden democrático de las instituciones del Estado.
No es fácil formar militares competentes y democráticos. Si se les quiere "civilizar", haciéndoles adoptar prácticas ajenas que no contribuyen a su eficacia como combatientes, se estarán sembrando las semillas de su fracaso como soldados. Pero, por otro lado, si se deja en sus manos la elección de los valores absolutos y los símbolos que trascienden a su misión real (olvidando que ellos son el "brazo armado" del Estado, y no la "columna vertebral" de nada), el fantasma del golpismo no abandonará del todo los cuarteles.
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