Durante la V Cumbre Americana realizada en Abril del 2009 se dio una situación que de alguna manera recordó la anterior anécdota. En esa oportunidad, quizás teniendo presente las palabras de su antecesor Carter, Barack Obama agradeció a Daniel Ortega –por casualidad del destino nuevamente presidente de Nicaragua-, que no lo hubiera culpado por el bloqueo económico que sufre Cuba porque fue decretado cuando él solo tenía tres meses de edad.
Las dos anécdotas vienen a cuestión ahora que una vez más Estados Unidos, con Obama a la cabeza, no sólo obstaculiza sino que hace escarnio de las aspiraciones democráticas en Centroamérica al forzar el reconocimiento del cuestionado gobierno del hondureño Porfirio Lobo, y gestionar por medio de su secretaria de Estado, Hillary Clinton, la reincorporación de Honduras al Sistema de Integración Centroamericano y a la Organización de Estados Americanos (hecho que se estima ocurrirá en Mayo próximo).
Obama, quien sí puede ser responsabilizado de que aún se mantenga en ejecución la obsoleta y brutal política de agresión económica contra Cuba, con su aproximación y tratamiento al gobierno de Lobo también da continuidad a una política institucionalizada en su país: la de impedir cualquier cambio que promueva la participación de los ciudadanos en las decisiones sobre el destino de sus propios países e implique las transformación de las condiciones de vida de los excluidos; y la de legitimar gobiernos que como el de Lobo surgieron de revueltas, golpes de Estado o procesos electorales viciados (siempre y cuando se identifiquen con los intereses estadounidenses). Hay varios antecedentes de lo que ahora está haciendo el gobierno de Obama con respecto a Honduras, pero vamos a recordar sólo uno:
En 1907, con el patrocinio de los gobiernos de Estados Unidos y México, los presidentes centroamericanos firmaron un acuerdo por el cual se comprometían a no reconocer a ningún gobierno surgido de golpes de Estado, de revueltas o rebeliones militares, entonces llamadas “revoluciones”, ni al mandatario electo en un proceso organizado tras un golpe de Estado o una “revolución”, más aún si éste hubiera sido “jefe de o uno de los jefes del golpe de Estado o de la revolución”. A ese documento se le dio el pomposo nombre de “Convenciones de Washington”. Estados Unidos y México serían los garantes de que se cumplieran esas estipulaciones.
Un año después de firmado dicho acuerdo surgió en Nicaragua una rebelión contra el gobierno que presidía el liberal José Santos Zelaya. La revuelta, financiada por propietarios de empresas estadounidenses, fue un fracaso militar, pero en 1909 Zelaya se vio obligado a renunciar. El secretario de Estado Philander Knox le había hecho saber que el gobierno estadounidense reconocía a los "rebeldes” como los legítimos representantes del pueblo nicaragüense. Poco después se organizó un amañado proceso en el que uno de los jefes de la rebelión, Adolfo Díaz, fue electo presidente de Nicaragua. En violación de las Convenciones de Washington, que desde entonces quedaron nulas, el reconocimiento estadounidense al gobierno de Díaz no se hizo esperar. Los demás países centroamericanos tuvieron que tragarse sus protestas. Entre muchas otras fuentes, esta historia se narra en un precioso libro titulado Fábula del Tiburón y las sardinas, escrito por el ex presidente guatemalteco Juan José Arévalo, un texto que en la actualidad es generalmente desconocido, pero que debería ser texto de estudio en los cursos de historia latinoamericana.
De esta manera, el recién forzado reintegro de Honduras a los organismos centroamericanos y de la OEA que se anunció recientemente en las noticias no es más que la reedición de la política practicada por el gobierno de William Taft entre 1909 y 1912. Como entonces, una vez más las sardinitas centroamericanas se ven obligadas a obedecer la voluntad del tiburón imperial. La única diferencia es que en esta ocasión el documento que se convierte en papel mojado se denomina “Carta Democrática Interamericana”.
Fuente: http://www.refundacion.com.mx/
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