Por Julio Escoto
Toda administración pública enfrenta en algún instante el reto terrible de una crisis social. Es inevitable, pues las sociedades avanzan, contradictoriamente, gracias a sus conflictos, que son motor de la historia, y en tanto no se les resuelva la ruta lleva directa al deterioro, al desprestigio y al caos colectivo. Una huelga fabril que tarda en solucionarse incrementa el costo empresarial y fecunda resentimientos; un paro laboral o la gota de sangre mal vertida por la represión se inscribe indeleble en los libros del fracaso gubernamental. Peor todavía, a más tardanza en hallar soluciones y a más represión, o cuantas más muertes deriven de la crisis, se hace geométricamente mayor el desprestigio.
Por ello los inteligentes gobiernos del mundo privilegian y perfeccionan las artes de negociación, para lo que se rodean de, o contratan a expertos, ya que vale más perder una isla que al archipiélago, que es decir que reditúa siempre más ser tolerante que dictador. Concordar, acordar, negociar será eterna e infinitamente más productivo que asesinar al oponente.
Porque las administraciones gubernativas no se enfrentan solo a la mirada contemporánea, sino al terrible ojo crítico de la historia y del porvenir. Mañana no dirán los analistas “caracterizó a Lobo su voluntad de transar” sino que “fue la época negra, en pleno siglo XXI, de la represión”. Y la estadística contará cómo su régimen fue absurda y estúpidamente incapaz de propiciar la mínima solución a un más que básico problema agrario y que por lo opuesto consintió en agravarlo sin necesidad. Todo por ausencia de responsabilidad democrática, audacia y visión política.
Desde luego que tratamos ahora de la prolongada matanza más que vergonzosa, mundialmente escandalosa y horrible del Aguán, donde sicariato y asesinato, abuso de autoridad, ineficiencia administrativa, irrespeto a la vida, torpedad del Estado y mal desempeño de fuerzas policiacas y militares radicalizan el problema. Mientras que el proyecto prostitutivo de las “ciudades modelo” invita al orbe inversionista a repartirse esta nación, el neurálgico síntoma del Aguán revela que no todo es benéfico para el neoliberalismo catracho. Ocurre allí un hondo y contradictorio abismo de equidad, con áreas repartidas y distribuidas por decreto (es decir hipotecadas, alquiladas, rendidas) contra seres humanos desposeídos y despojados pero que prosiguen dispuestos a pelear su derecho, ya que de lo contrario van en riesgo su libertad y sobrevivencia.
Para someterlos se conjuntan empresariado y Estado y lanzan contra la zona crudas guerras de coerción, simbolizadas por la Operación Xatruch –en memoria de aquel Florencio de 1856 que fue cruel comandante de Esteban Guardiola contra el filibustero William Walker– y que se caracterizan por arbitrarias ya que mientras desarman al campesino de su barato machete, facilitan que el sicariato se arme y opere.
Aguán es fuente del mayor desprestigio gobiernista, surtidor de sangre, y no por insoluble, sino por incapacidad oficial. Cuando el empresario asociado a su logia gremial clama por “seguridad jurídica”, lo primero que debería exigir al caudillo del Estado es resolver de inmediato y equitativamente (siendo equitativo con justicia, no con predilección por uno u otro bando) el absurdo y obsoleto –a la luz del desarrollo moderno– conflicto del Aguán, que no es tanto agrario como económico. Demostraría con esa exigencia su profundo –si lo tiene– pálpito de sensibilidad social, de ética y equilibrada fraternidad, así como de solidaridad cristiana.
En un país que puntea dentro de las estadísticas peores de civilización y desarrollo –excepto por el Bono 10 Mil, que consigue relativo éxito– ese brote de pus o divieso pútrido, carcoma inocultable e histórico manchón de sal que es Aguán, a lo que contribuye es exclusivamente a retratarnos como nación en barbarie. Pues, ¿cómo es posible que en un territorio con miles de miles de hectáreas deban morir los humanos para conquistar una mísera suya?... La riqueza empobrece al hombre.
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