A Walter Tróchez, defensor de los derechos humanos, asesinado el 13 de diciembre y, en él, a todas las víctimas de la represión fascista.
Helen Umaña
«Creo que Zelaya ya es historia», afirmó el gobernante de facto en los primeros días de diciembre. Como haciéndole eco, similares palabras pronunció Porfirio Lobo poco después de las ilegales y fraudulentas elecciones. Y aunque la intención de tales palabras implicaba el querer lanzarlo al pasado como un personaje políticamente acabado o muerto, en un sentido profundo y trascendente, ni Roberto Micheletti ni Porfirio Lobo se equivocaron: el presidente Manuel Zelaya Rosales ya pertenece a la Historia y su nombre jamás podrá ser borrado a la hora del recuento de los sucesos esenciales del siglo XXI en Honduras, en Latinoamérica y en el mundo.
Para corroborarlo, pensemos en los innumerables textos que proclaman su condición de símbolo: canciones, poemas, caricaturas, fotografías y dibujos… grafican e interpretan diversos significados que conectan con las más sentidas necesidades de estas latitudes del centro de América. Desde los textos espontáneos pero cargados de intensa emotividad, a las expresiones que obedecen a parámetros de mayor exigencia y elaboración. Y todos han surgido no por manipulación forzada sino para dar salida al cúmulo de sentimientos que su figura convoca: cariño, admiración, solidaridad, compañerismo, indignación, agradecimiento, lealtad… Sin vuelta de hoja, como dice la certera metáfora popular, la forma hidalga y digna con que el Presidente Constitucional reaccionó al golpe de Estado, lo catapultó a un nivel que los autores de este delito ni siquiera sospechaban.
La reacción de los sectores marginados de la sociedad hondureña y de los grupos que a ella se integran no surgió por generación espontánea. Al respecto, los historiadores del país, los que apoyan sus afirmaciones con datos, con estadísticas y con citas de pie de página probatorias de lo que afirman, sabrán hacer un minucioso recuento de las acciones que Manuel Zelaya realizó o impulsó y las cuales, al tocar los intereses económicos de la oligarquía hondureña y de las grandes corporaciones internacionales, provocaron el golpe de estado militar-empresarial-institucional que, violentamente, lo sacó del ejercicio de sus funciones de gobierno.
Los sectores más oscurantistas del país lo expulsaron, a punta de bayonetas, de Casa Presidencial, pero no de la Historia. En similar paralelo, en 1842, Francisco Morazán fue derrotado políticamente y asesinado por las fuerzas más reaccionarias de su época. El paso del tiempo reivindicó totalmente su nombre y comprobó la razón que le asistía. Igual sucedió con Jacobo Árbenz en Guatemala y Salvador Allende en Chile. La historia, como dice Gabriel García Márquez, parece dar vueltas en redondo.
Indefectiblemente, lo mismo ocurrirá con Manuel Zelaya Rosales. Que no se equivoquen los golpistas: en el recuento histórico, el balance final lo favorecerá como el primer presidente hondureño que trató de revertir un statu quo de privilegios y quiso poner un alto a la dependencia del Imperio que, por decenios, ha visto a Latinoamérica como patio trasero y fuente de recursos estratégicos vitales.
Quizá ese espíritu aguerrido se remonte a la época de la colonia cuando sus ancestros empezaron a roturar la tierra y a vivir de sus productos generosos. Criollo auténtico, entre sus antepasados está el cura José Simeón Zelaya que, en 1756, inició la construcción del templo mayor de Tegucigalpa, la iglesia de San Miguel Arcángel.
O tal vez, en Manuel Zelaya, el espíritu anticonformista provenga de haber respirado los aires olanchanos. Fragancias purísimas que fortalecieron y alimentaron temperamentos tan imbatibles como los de sus coterráneos Serapio Romero (alias Cinchonero), Froylán Turcios, José Antonio Domínguez, Clementina Suárez y Medardo Mejía. En todos, la rebeldía frente a la injusticia signó su conducta.
Mel Zelaya —como amistosamente lo nombra el pueblo— desde el acto inaugural de su gobierno, expresó esa rebeldía con un gesto que causó estupor e indignación entre propios y extraños: rechazó el discurso oficial que le habían preparado y, con libertad, trazó su propia ruta: la de trabajar buscando el empoderamiento de los sectores tradicionalmente marginados: la Ley de Participación Ciudadana fue aprobada el mismo día que asumió el mando. Para decirlo en buen castellano, —quizás sin que Manuel Zelaya lo advirtiese con total claridad— había activado un poderoso resorte: la visualización del derecho del pueblo a participar en la toma de decisiones en aquello que a sus intereses concerniese.
El Poder Ciudadano estaba en marcha. Y la filosofía que estas dos palabras implican caló hondo en la conciencia de los sectores que, por siglos, han soportado la marginación y la opresión. Véase, si no, las dicentes imágenes que circulan por el mundo en vídeos terribles y a la vez maravillosos: rostros curtidos, bocas desdentadas, mujeres con amplios delantales, garífunas de tambores retumbantes, estudiantes de raídos pantalones… «de pie los pobres del mundo», como dice el estigmatizado himno.
Al finalizar el primer año de trabajo, en 2006, el país cerró con buenos indicadores de tipo económico. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), por primera vez en 16 años, colocó a Honduras en uno de los primeros lugares de crecimiento de la región centroamericana. En 2007 comenzó el programa de protección de los bosques hondureños, especialmente el ecosistema de Río Plátano. Se impulsó el Consejo Hondureño de Ciencia y Tecnología (creación del CEETI) y, sabiendo lo que la educación realiza en materia del despertar de la conciencia, se compraron treintamil computadoras para tecnificar a las escuelas públicas del país. Luego vendría la lucha por el abaratamiento de los combustibles y las negociaciones con Petrocaribe. La incorporación al ALBA y los grandes proyectos agrícolas, educativos y culturales. Los convenios de cooperación en materia de salud con Cuba y Venezuela. El impulso a la energía hidráulica con involucramiento del gigante brasilero. La elevación del salario mínimo a niveles de relativa dignidad. Para culminar con el fundamental propósito de reformular las bases conformadoras del país a través de la elaboración de una Constitución que respondiese a las necesidades de un siglo XXI abierto a las formas participativas, multiculturales y multiétnicas que, en Latinoamérica, exigen la autodeterminación y la vigilancia extrema sobre las riquezas naturales de la región.
Estaba en juego, con la mira en una distribución más equitativa y más justa, todo el tinglado económico detentado en forma hipertrofiada por una burguesía desnacionalizada, avorazada e inhumana que, además, siempre ha actuado en connivencia con el poderío extrafronteras, alertado, además, por el fuerte olor a petróleo que emana de La Mosquitia.
El camino que poco a poco fue afirmando Manuel Zelaya Rosales no fue fácil. Pronto tendría que luchar contra lo que él llamó «los poderes fácticos»: las omnímodas familias, la mayoría de ascendencia árabe o palestina que, por manejar los hilos del entramado económico del país, pronto se lanzaron a una guerra sin cuartel contra él y cuya expresión visible se tradujo en una orquestada guerra mediática cuyos efectos nos llevarían al fatídico 28 de junio.
A partir de esa fecha, la historia de Honduras dio un giro completo. Del desconcierto y la cólera iniciales se pasó a la integración de la mayor fuerza combativa que se ha visto en las calles del país. La llamada Resistencia Popular creció como la espuma y empezó a escribir páginas memorables ampliamente documentadas que le ganaron el respeto del mundo y cuya manifestación culminante fueron las famosas jornadas cuando, hacia Tegucigalpa y San Pedro Sula, convergieron millares de caminantes que provenían de los cuatro puntos cardinales de la República. Multitudinarias fueron, también, las celebraciones del 15 de septiembre cuando, de nuevo, las calles fueron insuficientes para contener a una Resistencia plena de confianza en la justeza de su lucha.
Con el aparente éxito de la estrategia diseñada desde las oficinas de Hillary Clinton, los sectores involucrados en el golpe de Estado (embajada, ejército, iglesia, congreso nacional, corte suprema de justicia, partidos políticos…), a través de sus comentaristas oficiosos y oficiales, han proclamado, con aire de triunfo, la debacle de la Resistencia.
Pero quienes la integramos sabemos que no es así. La solución de la problemática social únicamente se ha postergado. Pero no hemos renunciado a la construcción de la patria que anhelamos. Enarbolando el principio de la lucha pacífica, sabremos encontrar el camino que dé satisfacción a nuestras demandas y cuya expresión será una nueva Constituyente.
Manuel Zelaya Rosales nos hizo ver que ello es posible. Esa es nuestra gran deuda con él. Pudo cometer errores (y quizá el más grande fue confiar en las palabras maquiavélicas del Departamento de Estado y de la Sra. Clinton, a través del ignominioso papel jugado por Óscar Arias), pero hizo tangible un sueño: el de la posibilidad real de luchar, con nuestros propios medios, por la Honduras que brilla en escritores preclaros de nuestra historia. Pienso en «Soñaba el Abad de San Pedro y yo también sé soñar» de José Cecilio del Valle; el Manifiesto de David de Francisco Morazán; el Boletín de la Defensa Nacional de Froylán Turcios; Los diezmos de Olancho de Medardo Mejía; los grandes poemas de Alfonso Guillén Zelaya, Clementina Suárez, Roberto Sosa, Pompeyo del Valle, José Adán Castelar y otros.
Porque, si leemos bien, con un profundo sentimiento de orgullo e identificación, advertiremos que lo mejor del mundo de nuestras letras y de nuestro arte, desde siempre, ha estado y está con la Resistencia.
San Pedro Sula, 16 de diciembre de 2009
(Texto leído durante la entrega de los premios de locución a Radio Progreso, Radio Globo y Cholusat Sur).
Fuente: Vos el soberano
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