El principal argumento para derrocar al presidente constitucional de Honduras, Manuel Zelaya, es un contrasentido: en un régimen democrático no es posible consultar al soberano. La razón esgrimida es bastarda. La propuesta, dicen los alzados, lleva implícita una trampa: la intención oculta de Manuel Zelaya de perpetuarse en el poder. En otros términos, las fuerzas armadas actúan para mantener el equilibrio político y no desestabilizar el orden constitucional, anticipándose a una dictadura presidencialista, inspirada en la reforma venezolana. Así, se ponen el parche antes de la herida y dan por bueno que en elecciones subsiguientes los votantes se decantarán por Zelaya si éste decide presentarse. Todo un análisis de futuribles no comprobados.
Con el aval de los poderes Legislativo y Judicial, los golpistas se erigen en garantes del sistema político. Ellos han escuchado las voces de alarma provenientes de un sector relevante de la clase política y han decido ser beligerantes. Por breve espacio de tiempo, anuncian, defenderán el orden constitucional vigente, no importándoles el que dirán. Su decisión de intervenir está avalada por las fuerzas vivas hondureñas. ¿Cuáles? Las organizaciones empresariales, los banqueros, la Iglesia y parte del partido liberal y otra del nacional. No hacen falta más apoyos. Había que salvar la democracia de tentaciones totalitarias. En esta coyuntura, deben cumplir con el deber de proteger la patria. El gobierno de facto es, pues, legítimo, expresa un consenso entre las fuerzas armadas y la sociedad política. Su objetivo siguiente será convocar a elecciones y volver en breve a la normalidad institucional
. Cualquier otro plan rompe un guión preestablecido por los golpistas. En éste no tiene cabida la restitución de Zelaya.
Las opiniones contrarias al pusch militar son desestimadas, ya que provienen de las clases populares, el campesinado, el proletariado, los trabajadores de la ciudad, los sindicatos, las asociaciones de defensa de los derechos humanos, los estudiantes, los pueblos indígenas. Para los gobernantes de facto, son un cero a la izquierda, escoria política. Desechos aptos para ser explotados en la maquila o en las agroindustrias trasnacionales. Son masa manipulable y con represión se doblegarán a la razón de Estado. Para los promotores del golpe, el pueblo es ignorante, carece de cultura democrática. No están capacitados para un referendo consultivo. Su mera propuesta turba la paz interna. No responde a la idiosincrasia del hondureño. Políticamente incorrecto, los convocados pueden votar en pro de las reformas. Resultaría nefasto. Si alguna vez es necesario acudir a la voluntad soberana debe hacerse con las cartas marcadas. Lo dicho es una realidad en algunos países en los cuales se han convocado plebiscitos. Uruguay y la ley de punto final, o España y la OTAN, Costa Rica y el ALCA. Sin embargo, han asumido el riesgo. Casos donde el poder ha perdido la convocatoria, el poder no puso obstáculos a su celebración. Chile y el no a la continuidad de Pinochet, Francia y la carta Europea, Venezuela y la reforma constitucional, por ejemplo. Por tanto, más allá de sus condicionantes, su celebración es parte de una lucha democrática donde se enfrentan concepciones diferentes de lo político.
Lo específico de un orden democrático no es la división de poderes, la existencia de partidos políticos ni celebrar elecciones periódicamente. Lo verdaderamente destacado es la capacidad de participar en el proceso de toma de decisiones y en el control sobre el poder constituido. Es en ese acto donde se igualan las desigualdades existentes en el orden económico y las provenientes de la estructura social. Por tanto, es válido preguntarse, si se vota para elegir representantes al parlamento, a los municipios a la jefatura de Estado, ¿por qué se excluye votar cuando se trata de modificar la Constitución política, rechazar la pena de muerte o declarar la guerra? Es en estas circunstancias cuando el ciudadano asume conscientemente la responsabilidad de transformar su voto en un acto constituyente, tensionando la democracia para hacer viable su existencia. Cuando se niega su práctica vemos cercenado uno de sus aspectos relevantes: poder decidir hacia dónde se orienta el horizonte histórico de un pueblo.
Con el fin de incorporar este peculiar sentido de las convocatorias, la mayoría de las constituciones redactan artículos específicos para llamar a referéndum. En algunos casos es el Ejecutivo, en otros se comparte con el Legislativo o incluso puede ser convocado por aclamación popular. Los ejemplos son variados. En cualquier caso, les une la necesidad de sopesar la oportunidad de introducir reformas en la estructura normativa y política del Estado. Y como ya hemos señalado, en las últimas décadas los referendos consultivos o vinculantes se han llevado a cabo en multitud de países.
Aventurar planes urdidos con fines espurios para rechazar su celebración es la respuesta de los grupos de poder y las clases dominantes imbuidas de un pensamiento reaccionario y antidemocrático. Es por ello que el golpe de Estado en Honduras deja al descubierto el verdadero rostro de una parte de su elite. Tienen miedo a perder sus privilegios, explicar su enriquecimiento ilícito, sus tramas de lavado de dinero y sus vínculos con el narcotráfico.
En democracia no se debe temer a los plebiscitos, sobre todo si se encuentran bajo una legislación que les regula. Si son o no vinculantes es tema diferente. Nunca puede negarse un derecho básico del manual democrático, máxime si traen consigo reformas en el ejercicio del poder político, al tiempo que afectan la vida cotidiana de los ciudadanos. Gobiernos de facto opuestos a este derecho republicano reflejan su desprecio a su pueblo y muestran incapacidad para producir democracia. Consultar al soberano es legítimo y refuerza la democracia. En este sentido, el futuro de Honduras pasa por restablecer en el Ejecutivo a Manuel Zelaya y convocar al referéndum. Cualquier otra componenda será renunciar a la democracia.
Fuente: www.lajormada.unam.mx
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