En el gobierno de Ricardo
Maduro, el Tigre Bonilla fue denunciado por la que
en aquel
momento era responsable de Asuntos Internos de la Policia la
comisionada Maria Luisa Borjas, y acuso a la Comisionada Coralia Rivera hoy
Viceministra de seguridad, de tratar de forzar los 10 fusiles AK-47
supuestamente utilizado por la policía para llevar a cabo las
ejecuciones extrajudiciales y asesinatos.
Las armas, se reveló aún más, también
se utilizaron en el secuestro y asesinato en San Pedro
Sula del empresario Reginaldo Panting. El autor intelectual de este asesinato,
de acuerdo con Borjas, no es otro que el comisionado
de Policía Juan Carlos “Tigre” Bonilla. Borjas ha acusado
repetidamente a Bonilla de haber iniciado un escuadrón de la
muerte que se especializa en la ejecución
específica de presuntos delincuentes. No fue hasta que
Casa Alianza comenzó a ejercer presión
internacional que Bonilla apareció ante un juez
quien de inmediato lo dejó en libertad bajo fianza
1.000 dólares. Una nota interna de la policía describe cómo Bonilla dirigió un
escuadrón de la muerte que operaba con el
conocimiento de las autoridades policiales. Bonilla está de
vuelta en la nómina de la policía y ahora como Director de la
Policia.
Coralia Rivera de Coca
finalmente se presentó ante un tribunal popular
convocada a toda prisa. A pesar del testimonio de un armero que
admitió la evidencia sobre la corrupción de sus
órdenes (que había limpiado los barriles
y ha cambiado los mecanismos de disparo) fue puesta en libertad.
También se supo que el Ministerio Público había notificado
el ministro de Seguridad, Oscar Alvarez, 24 horas antes de que las
armas serían secuestradas con la esperanza de que iba a
proteger a las pruebas de cargo, pero Alvarez pasó la información al director de
Coca Rivera, quien ordenó que
la evidencia sea destruida.
Borjas, que sigue
siendo vilipendiado y amenazado de
muerte, también alega que la policía ejecuta en
“casas de seguridad” alrededor de Honduras, donde los “indeseables”, son
torturados y ejecutados.
Ese mismo día, 20 de agosto de 2002,
el entonces fiscal especial contra el crimen
organizado, Mario Enrique
Chinchilla, envió una nota al ministro de Seguridad
Óscar Álvarez. Le avisó que al día
siguiente llegaría a requisar seis fusiles AK-47 como parte de una
investigación sobre violaciones de derechos humanos iniciada en San
Pedro Sula. María Luisa Borjas recibió una copia de esa carta. El caso, de no
haber sido por una fuga de información, se hubiera amarrado un mes antes. El 31
de julio, la Fiscalía allanó una casa de seguridad de la Policía en
San Pedro Sula en la que se
encontraron pruebas relacionadas con más de 50 asesinatos. Media
docena de las víctimas estaban involucradas en bandas
de robacarros, y en la casa había varios de los vehículos, sin
placas, que varios testigos relacionaban con los
policías. Pero Borjas esperaba encontrar una evidencia
más que incriminara a los oficiales que
operaban desde esa casa de seguridad: investigadores de San Pedro Sula le
habían informado que los oficiales de la Unidad Antisecuestro
escondían armas antirreglamentarias en esa casa. Unos
AK-47. La casa, los carros, los policías, las balas de AK-47 en las
escenas de los crímenes… Todo cuadraba con las
denuncias de los testigos. Solo faltaban los fusiles.
Cuando los investigadores allanaron
la casa, encontraron municiones para AK-47, pero no las armas.
En realidad,
mientras los policías bajo el mando de Borjas abrían cajones
vacíos, revisaban en el techo y debajo de las camas, las armas ya
estaban bajo custodia policial e iban rumbo a Tegucigalpa. Habían sido
enviadas allí por el subcomisionado Salomón de Jesús Escoto
Salinas, entonces subdirector de Información y Análisis de la
Policía en San Pedro Sula, a la supervisora general de
la Policía Preventiva, inspectora Mirna Suazo. Las armas fueron
ingresadas al inventario y permanecieron ocultas en
una bodega en Casamata durante 20 días. Cuando Borjas
se enteró del paradero de las armas, porque
consiguió el acta de remisión firmada por Escoto Salinas, informó
al fiscal contra el Crimen Organizado y este le respondió con la
copia de la carta dirigida al ministro Óscar Álvarez. María Luisa Borjas
interpretó esa carta al ministro como una voz de alerta dirigida a los
sospechosos. Les estaba dando tiempo para destruir las pruebas.
Consciente de lo que estaba
ocurriendo, Borjas se acercó al portón de la bodega, clavó la oreja
y escuchó ruidos y murmullos. Tocó una vez y nadie contestó. Asomó de nuevo la
oreja y los murmullos habían cesado. Luego tocó una vez más. Abrieron.
Entró.
En la bodega estaban la
inspectora Mirna Suazo, el jefe de almacén de armas Pedro Alemán, un armero del
ejército y un cuarto hombre: Juan Manuel Aguilar Godoy, jefe de manejo de crisis
del Ministerio de Seguridad, uno de los más cercanos asesores del ministro Óscar
Álvarez. Borjas ató todos los cabos y sintió que una
cosquilla incómoda le subía por la espalda. Dos más dos da el mismo resultado
siempre y por eso, 10 años después de aquel episodio, sigue
sosteniendo que en
Honduras, entre 2002 y 2004, se ejecutó una política de
limpieza social, ordenada desde la Presidencia de la
República que entonces ocupaba Ricardo
Maduro, supervisada por el Ministerio de Seguridad y la dirección de la Policía,
y ejecutada por agentes de esa misma Policía. La prueba para
enjuiciar a algunos de los involucrados eran, según Borjas, esos seis
fusiles AK-47.
Aquella
noche, adentro de la bodega, mientras el asesor del
ministro y el jefe de la bodega se deshacían en excusas para
justificar su presencia allí, la comisionada Borjas
entendió que había llegado tarde. Miró
al armero, que se escondía detrás de una estantería, y supo
que había sido llevado allí para manipular las armas, desarmarlas y
lijarlas a fin de que las pruebas de balística no las vincularan
con aquel medio centenar de
asesinatos en San Pedro Sula. La comisionada Borjas supo
entonces que el caso que
tenía entre manos, su caso estrella, era
un caso perdido.
Hasta la fecha no se ha probado nada…
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