Por Alexis Aguilar
Suena como el título de una película de la serie de Guerras de las Galáxias, pero lo que está sucediendo en Honduras es una batalla de dimensiones históricas entre dos campos que han luchado entre sí desde la llegada de los europeos a Latinoamérica. Desde entonces se constituyeron los contrincantes. Por un lado estaban los conquistadores que no sólo utilizaban sus armamentos superiores sino que la legitimización que les daba la fe cristiana para apoderarse de la impresionante riqueza del nuevo mundo. Los invasores imponían su voluntad con la Santa Trinidad de la espada, la cruz, y el oro. Por el otro lado estaban los pueblos indígenas del continente que no reconocían ni aceptaban a estos invasores como sus nuevos amos y en ese momento comenzaron una resistencia férrea. Con los tiempos los dos campos se han ido transformando pero la lucha es la misma.
Hoy en día, la espada se ha convertido en ejércitos nacionales que con apoyo norteamericano no existen para defender soberanías sino para pisotear dignidades. La cruz ha cambiado poco pues la iglesia católica todavía evoca imágenes celestiales como premio de consuelo por el sufrimiento que con resignación hay que padecer aquí en la tierra. Pero en su apoyo a los sistemas injustos de nuestros pueblos ahora se le ha unido la iglesia protestante evangélica, dos fes enemigas en otras partes pero que en Latinoamérica han encontrado una causa común: la lucha contra la emancipación de los pueblos que en el proceso de buscar su libertad reclaman justicia en este mundo y no en un cielo fantasioso. Y por último, el oro lo representan en estos días no solo los hacendados latifundistas que desde tiempos coloniales se han apropiado del principal medio de vida de los pueblos, la tierra, sino que una nueva clase (en términos históricos) de empresarios e industrialistas. Estos por su parte se encuentran aliados con empresas extranjeras con la cuáles se reparten el botín arrebatado a cada país: la producción agrícola, los minerales, el gas y el petróleo, los productos marinos, los bosques, y hasta el mismo cuerpo del pueblo en forma de mano de obra explotada. Las iglesias y los militares también reciben su pago, unas por funcionar como estupefacientes que ayudan al pueblo a olvidar su dolor y a resignarse a su destino, y los otros por servir de perros bulldog para controlar a los que no sufren en silencio.
Por su parte, el pueblo ya no sólo consiste de indígenas, sino que de todos los grupos marginados por la máquina del poder: campesinos, obreros, mujeres, maestros, viejos y nuevos grupos étnicos formados por el mestizaje, en fin el pueblo. El poder de este pueblo no radica en su capacidad adquisitiva, la cual es muy poca, sino que en sus números y en su tenacidad. Por 500 años este pueblo ha luchado por expresarse, por independizarse, por hacerse sentir. Lamentablemente, los poderosos y sus aliados han ganado la mayoría de las batallas. He ahí que Latinoamérica sea todavía una región donde reina la pobreza, la injusticia, y la desigualdad. Pero la lucha en contra del oscurantismo y enfrentando a la represión la ha marcado el pueblo al lado de sus líderes. Las prueba es sangre regada por la historia: Tupac Amaru, Morazán, Martí, Sandino, Arbenz, Che, Allende.
Es así que Honduras se ha convertido en el último campo de batalla en esta lucha centenaria. Esperemos que ésta no sea otra batalla pérdida sino parte de una nueva era que se viene fraguando en los últimos años donde nuestros pueblos rechazan recetas impuestas desde afuera como el neoliberalismo. Las oligarquías y los pueblos de Latinoamérica tienen la mirada fija en este nuevo capítulo del enfrentamiento entre dos visiones del futuro para el continente. La primera ve una Latinoamérica la cual es un reflejo del pasado, donde todo sigue igual pues así lo quiere Dios, que los pobres estén siempre con nosotros. La segunda es una visión de esperanza por una Latinoamérica nueva con una democracia donde los números importan, donde los pocos no rigen a los muchos sino que éstos trazan con libertad y propósito su propio destino. Es por eso que lo que se está dando en Honduras no es un solo simbolismo, ni es sólo el problema pasajero de un pequeño país empobrecido, sino que ahí se encuentra en juego el resplandor de la más reciente llama de esperanza en la lucha entre el bien y el mal.
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