Por Donatella Castellani*
No hay, no puede haber hoy para Latinoamérica tema más grave que el golpe en Honduras. Y no se trata solamente de la solidaridad que motiva la heroica resistencia del pueblo hondureño, que sigue en las calles, sigue enfrentando valientemente los fusiles. Se trata de la seguridad de todos nuestros países, del futuro de todos nosotros.
Sería ciego e inconsciente sentirse a salvo, creer que es un problema circunscripto, que aquí o allí estamos menos expuestos. Tengamos presente que la democracia en América Latina es “recuperada” de la adicción a muchas dictaduras, y como tal siempre expuesta a las recaídas. Como bien decía el Presidente Zelaya, no se puede imaginar que en algún país de Europa militares secuestraran de noche al presidente y lo sacaran del país. Pero en Latinoamérica, se sabe, estas cosas pasan. Es casi parte del folcklore. Si hace más o menos 25 años (según los países) que la democracia parecía consolidada en la región, eso no es garantía: un fallido golpecito en Venezuela, un intento en Bolivia y finalmente un buen golpe exitoso en Honduras.
Por cierto, la estrategia golpista fue mejorando y en Tegucigalpa urdió una compleja trama de discusiones pseudojurídicas para acusar al Presidente Manuel Zelaya de acciones anticonstitucionales e intentar justificar su destitución, con la complicidad de la Corte Suprema y de parte del Congreso hondureño. De hecho se puso en discusión si un Presidente tiene o no derecho a hacer una consulta popular no vinculante para saber si la mayoría de su pueblo apoya la convocatoria a una Asamblea Constituyente que discuta modificaciones a la Constitución. Y hoy ya no parece relevante opinar al respecto.
Lo que parece indefendible es que esa discusión sea un motivo suficiente para que militares encapuchados invadan de noche la casa del Presidente, lo secuestren y lo lleven a la fuerza fuera de las fronteras de su país. Tampoco para que alguien escriba una falsa renuncia presidencial y el Congreso la apruebe y nombre a otra persona como Presidente. Tampoco para que después se imponga el toque de queda y se saquen las tropas a la calle para reprimir a la multitud que pide la vuelta del Presidente que eligió en elecciones libres. Tampoco para que esa represión provoque 3, 5 o no se sabe cuántas muertes. Tampoco para que se corte sistemática y metódicamente la energía eléctrica, tanto para que los medios no favorables al golpe no puedan transmitir como para aprovechar el apagón para allanar y llevar presos o como sea intimidar periodistas y militantes adversos.
Parece indefendible, pero … aun entre nosotros hay personajes públicos que opinan que la justificación para todo eso es valedera. Y ése debería ser el principal síntoma de peligro. Lo que es cierto es que el Presidente Zelaya se había separado del ALCA y se había acercado al ALBA (Alternativa Bolivariana para los Pueblos de América Latina). Que tenía muy buena relación con el gobierno de Hugo Chávez, que abarató el precio de los combustibles en su país comprándole a Venezuela, con un convenio que contempla parte del pago a plazos. También es cierto que había conseguido importantes aumentos del salario de los trabajadores. Cada uno podrá opinar como le parezca sobre estos hechos. No parece ya importante discutir si la suya fue una buena o mala gestión. Ni tomar en cuenta las otras apocalípticas acusaciones sin ninguna prueba que van desde la “inestabilidad mental” al narcotráfico.
Lo que hay que discutir ahora es cuáles serían las consecuencias de que el golpe de estado en Honduras lograra consolidarse, cosa que puede ocurrir por el simple paso del tiempo y ciertas apelaciones al “realismo político” que llevan a terminar aceptando situaciones de hecho. Sin duda eso significaría la demostración de que en este subcontinente se puede interrumpir el orden constitucional pagando el módico precio de una declaración condenatoria. También significaría una grave advertencia a todos los gobiernos de la región de que si quieren impulsar algún cambio que no agrade a los más poderosos se exponen a ser destituidos por la fuerza. Mostraría además que las formas de golpismo de esta época no siempre necesitan darle el gobierno a un general ni cerrar el Congreso: basta encontrar sectores políticos dispuestos a lanzar campañas de difamación, fraguar una renuncia y utilizar los medios para hacer el resto. Serviría además para consolidar el poder de los grupos más reaccionarios y agresivos de los EE.UU., que seguramente intervinieron en apoyo de los golpistas, sin que interese tampoco discutir aquí qué lugar ocupan esos sectores dentro del actual gobierno estadounidense.
La pregunta es ¿qué podemos hacer en defensa de la democracia no solo en Honduras sino en todo el continente? De mil maneras más o menos artesanales hemos difundido las noticias gravísimas que nos llegan sobre la situación hondureña, las fotos que muestran la desigual pelea entre pueblo y fusiles, hemos abierto grupos, foros, “causes” de Facebook (algunos con casi 45.000 firmas al día de hoy) donde la gente firma y participa, hemos emitido declaraciones. Pero da la impresión de que todas esas iniciativas capilares corren el riesgo de perderse en el tiempo que pasa y corre a favor de los golpistas. La mediación del Presidente Arias aún respira (con mucha fatiga, es cierto) pero hay que prepararse para su imposibilidad de resolver la situación frente al empecinamiento golpista, a pesar de las concesiones casi intolerables para la justicia que se les ofrecen. Hoy parece imprescindible tranformar todos esos miles de apoyos y de adhesiones en una decidida presión - a través de notas, mails, telegramas o de la forma que se considere más conveniente – sobre el Consejo y la Secretaría de la OEA para que la condena unánime lograda no quede en una mera declaración formal. En la reunión del Consejo de la OEA del 20 de julio los representantes de varios países - no solo los del ALBA sino destacable el de Brasil – propusieron pensar en acciones de presión más fuertes sobre el gobierno de facto: interrupción de las relaciones comerciales, revisión de las relaciones diplomáticas. Esto es lo que hay conseguir.
Hoy no hay tarea más urgente ni más importante que deba afrontar cada organización, cada organismo, cada fuerza política democrática – sea cual sea su posición en otras cuestiones – si no queremos llorar después por haber subestimado el peligro. Sin asegurar la democracia no hay cuestión puntual que se pueda resolver. Es imprescindible unir esfuerzos y llegar dónde importa. Hoy decir “A mí qué me importa Honduras”, como nos enseña la señora Legrand, equivale a decir “A mí qué me importa la democracia”.
*Profesora de Lingüística y Análisis del Discurso y Simiótica de la Imagen, y Directora del Departamento de Comunicación Social de la Facultad de Ciencias Sociales (UNICEN)
Fuente: www.libresdelsur.org.ar
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